La Emperatriz Cleo paseaba arriba y abajo por el vestuario del servicio del Palacio Imperial. Era un lugar amplio, algo húmedo a esas horas de la noche, después de que la gran mayoría de los empleados se hubiera duchado, cambiado y marchado. Sólo Cleo y Aliz, su ayudante personal, rondaban la gran habitación. Mientras ella andaba nerviosa de aquí para allá, hablaba a su pupila, que escuchaba sentada en uno de los bancos, justo delante de su taquilla.
—Por favor, Aliz, piénsalo bien antes de darme una respuesta definitiva. No hay prisa, no es necesario que sea hoy. Esto va a durar años… diez, doce, catorce… no lo sé. Sólo volveré tras haberme asegurado de que todo quede tal y como yo quiero —decía, mientras era incapaz de ocultar por completo su nerviosismo, hablando a la chica sin mirarle a la cara.
—Pero mi señora… ya sabe que yo aquí no sirvo para nada más. Soy la ayudante de la Gran Emperatriz… y las otras emperatrices no quieren este tipo de ayuda. Usted es la única a la que mi familia ha servido desde siempre. Además, yo no sé hacer nada más. —la ayudante, sentada en el banco en una posición que mostraba su incomodidad, tampoco podía ocultar que aquella conversación no le resultaba nada fácil.
El título de “Ayudante de la Gran Emperatriz” llevaba utilizándose desde que Cleo accedió al poder, más de doscientos cincuenta años atrás. Su primera ayudante había sido una pieza clave. Gracias a ella y a nadie más había conseguido ser emperatriz, y durante sus primeros años de gobierno, había sido indispensable. Cleo y ella habían sido tan inseparables que la primera hija descendiente de su primera ayudante había pasado a ser… la ayudante de su ayudante. De forma completamente natural. En aquella época, aún no había un “título oficial”, ni se lo necesitaba.
Más adelante, la cosa cambió debido a que las necesidades de la emperatriz habían cambiado. Las atribuciones de la ayudante quedaron definidas, se creó el título, uno de los pocos títulos hereditarios que existían en la sociedad nim, y se estableció la forma de adquirirlo: siempre lo heredaría la primera descendiente femenina de la anterior ayudante. Por ley.
Con el paso de los años, las labores que las diferentes ayudantes habían desarrollado habían sido distintas, dependiendo de la época que les hubiera tocado vivir.
En las últimas décadas, la Gran Emperatriz apenas había necesitado ayuda en el aspecto de la gobernanza y la política. Las labores que tanto la abuela como la madre de Aliz habían desempeñado en sus puestos habían sido mayormente funciones de representación, de ir a sitios “siendo la imagen de la Emperatriz”, o trabajos mundanos de ayuda con las tareas cotidianas. El Gran Éxodo, la migración masiva desde Iilnimars a Iilnirev, había sido la última época en la que las ayudantes habían realizado acciones realmente épicas, y desde entonces ya habían pasado ciento cincuenta años.
La situación de Aliz era muy distinta a la de las mujeres que ayudaban a Cleo en aquella época.
Para empezar, estaba sola. Con veinte años recién cumplidos y con la formación especial para ser ayudante por finalizar, había pasado por un infierno en los últimos años de su adolescencia.
Su abuela había fallecido tres años atrás. Una enfermedad degenerativa había acabado con su vida. Una enfermedad que tenía cura, pero que no había podido ser curada porque la señora la había ocultado durante años, y cuando había sido detectada, ya se encontraba en un estado demasiado avanzado. Sumida en una profunda depresión desde entonces, su madre había fallecido unos meses atrás presa de la misma enfermedad. En su caso, la habían cogido a tiempo, pero tras pasar un tratamiento que tenía éxito el 99 % de los casos, el suyo había resultado la excepción que confirma la regla.
En cuanto a su padre… vivía, pero no quería ni recordarlo. Se había marchado de su lado siendo una niña, incapaz de asumir el protagonismo que tanto su mujer como su suegra tenían en la sociedad. Era una persona débil, a la que Aliz no deseaba ningún mal, pero tampoco esperaba nada de ella. Ni siquiera su presencia.
Cleo conocía muy bien todos estos datos, pues había visto crecer a aquella chiquilla y, aunque evidentemente no con la misma cercanía y afectación que ella, también había lamentado la sucesiva desaparición de sus dos ayudantes.
Por ello ahora, se debatía dentro de sí misma, se atacaba y se defendía, y sus pies no podían parar quietos. Mientras comenzaba de nuevo a caminar sin rumbo sobre el sudoroso suelo de aquel vestuario, continuó hablando, sin tener demasiado claro qué pretendía con aquellas palabras.
—Aliz… la preparación para ser ayudante de la emperatriz incluye todo tipo de enseñanza. Claro que sabes hacer algo más. Podrías dedicarte a lo que quisieras. Y si no… puedes tomarte unas vacaciones. Seguirás teniendo los privilegios de tu puesto y la misma paga, por supuesto.
—¿Unas vacaciones de una década? no, gracias, mi señora. De verdad, a no ser que a usted le resulte un inconveniente, me gustaría acompañarla. No sé si estaré a la altura, pero puedo prometerle que me esforzaré al máximo.
Aliz, por su parte, se encontraba en una encrucijada. Todo lo que le había ocurrido en los últimos tiempos, justo en la época más influenciable de su personalidad, la había convertido en una chica seria y solemne, con una forma de ser que asiduamente la llevaba a la introspección, pero en el fondo, subsistía la niña alegre y curiosa que había sido durante su niñez. Tenía miedo de lanzarse a un viaje extraño, largo y del cual no tendría ningún control, pero aún le parecía peor quedarse allí en el planeta, sin familia y sin lo más parecido que tenía a ella.
Eso sí, aquella mujer habría hecho bien en quedarse quieta… el continuo paseo la estaba poniendo de los nervios. Le resultaba evidente que Cleo también dudaba. Le resultaba demasiado claro que sentía pena por ella.
—Claro que estarás a la altura, Aliz. Sin ninguna duda. Sólo es que me parece injusto hacerte esto, después de todo por lo que has pasado. —dijo finalmente la emperatriz, parándose de nuevo delante de ella.