La presión espacial

(5) T2 - Vertedero

Teo despertó aquel día lleno de ira, lo cual lo enfureció aún más. El día anterior, había gastado la última tortilla precocinada que guardaba en la despensa y sabía que hoy sería el día en el que le tocaría salir de su casa en busca de alimento, si no quería pasar hambre.

El dinero se había acabado días atrás y ahora, había terminado de apurar sus reservas de comida. Ya no estaba mejor que nadie. Sí, por suerte, seguía teniendo su casa y su ordenador... pero aquello no se podía comer ni vender.

Se bajó de la cama de un salto, con todo el cuerpo lleno de rabia contenida. Los puños apretados. Nada cerca que aporrear. Su estado de ánimo lo dominaba desde que había vuelto del reino de Morfeo. Quería destrozarlo todo. Romper platos. Patear su ordenador y lanzarlo por la ventana. Arrancar la lámpara del techo.

Logró contenerse. Sabía que la ira solo llevaba a más sufrimiento. Si hiciera algo de todo eso, no arreglaría nada y después, además, tendría que arreglar el estropicio. Su único remedio, lo único lógico que podía hacer, era aquello a lo que su metabolismo lo obligaba: conseguir comida.

Se vistió sin ganas, y salió de casa, echando los cuatro cerrojos. Bajó las escaleras de su patio esquivando la basura acumulada y salió a la calle. Miró hacia los dos lados.

Hacia la izquierda estaba el mercado del Oeste, un lugar dónde solía comprar comida cuando aún tenía algo de dinero. No era de muy alta calidad, o mejor dicho, era de una calidad bastante pobre, no se iba a engañar. Pero era una comida que en teoría, estaba testada contra enfermedades, bacterias y otros peligros y, de nuevo en teoría, pasaba ciertos controles desde que salía del lugar de producción hasta que llegaba al lugar donde uno la compraba.

Hacia la derecha, estaba el polígono industrial. Allí era donde iban aquellos que, como ahora él, no disponían de un mísero sub.

No es que allí hubiera nadie repartiendo comida gratis por caridad, desde luego. Pero las fábricas y almacenes del polígono, cuyas fachadas principales estaban dentro del perímetro amurallado de la Ciudad de Valencia, tenían una parte trasera que daba a la zona externa de los muros, por donde se deshacían de los desperdicios.

Y junto aquellos desperdicios, habitualmente, había algún alimento que aún se podía comer. O eso es lo que él había escuchado desde siempre, aunque nunca había estado allí, más que de paso.

Se giró y comenzó a andar hacia la derecha.

Anduvo por la larga avenida hasta que llegó al punto donde ésta terminaba. Allí estaba el antiguo Hospital Residencial. El lugar donde había fallecido su padre. Se paró delante y se quedó mirando. Recordó fugazmente el tiempo en el que prácticamente había vivido allí adentro, acompañando a su madre en el cuidado de su padre, cuando aún podían hacerse cargo de él.

Cuando aún había luz.

Siguió andando mientras se decía a sí mismo que si el éxito en la vida tenía cien peldaños, él había nacido en el noventa y nueve, había subido durante un rato al noventa y ocho, y ahora había caído de golpe al cien.

Bordeó el edificio del hospital y accedió al pequeño callejón que recorría su parte trasera. Desde este salía una pequeña calle que subía por un pequeño cerro y más allá estaban los descampados donde las fábricas del polígono tiraban la basura. Enfiló hacia arriba por la empinada y angosta callejuela.

Al llegar a la cúspide, observó el panorama: Sobre una montaña de desperdicios anónimos, decenas de personas esperaban sentadas. Algunas iban vestidas con harapos, otras casi ni eso, y otras, como él, aún conservaban vestimentas medianamente dignas. Charlaban entre ellos amistosa y animadamente. No se veía allí un ápice de tristeza o melancolía, todas aquellas personas estaban tan acostumbradas a ir allí a diario que lo tenían interiorizado como parte de su rutina habitual. Un poco más allá, un grupo de gaviotas parecía mirarlos desafiante, esperando rivalizar cuando aquellas compuertas se abrieran.

Teo pensó en todas las veces anteriores que había pasado por allí y en lo que había pensado de aquella gente: seguramente eran personas que habían tomado muy malas decisiones en su vida y no se habían esforzado lo más mínimo en evolucionar. Nada más lejos de la realidad. Ahora él estaba allí y sentía que "no había hecho nada para ganárselo". Estaba seguro de que no era el único en esa misma situación.

Al poco de estar allí arriba simplemente mirando, una de las grandes compuertas que se hallaban incrustadas en el muro de la Ciudad comenzó a abrirse, emitiendo un metálico y desagradable ruido. La gente se levantó civilizadamente y se acercó al lugar, dejando espacio para que cayera el "cargamento", mientras las gaviotas emprendían el vuelo. Cuando los portones metálicos dejaron de vomitar desperdicios, alguno de los “merodeadores” lanzó un par de petardos. Pequeños explosivos que hicieron huir a las gaviotas (y a un buen puñado de ratas, invisible hasta ese momento) y sobresaltarse a Teo, que no esperaba aquel movimiento.

Vio cómo la gente encontraba lo que buscaba. Sacaban pollos deshuesados enteros de la montaña de heterogénea inmundicia. En otro lado, había cientos de blisters de embutido que debía estar mal empaquetado y no se podría vender en un supermercado. Más allá, alguien había encontrado un "filón" de latas de conserva con abolladuras.

Teo seguía allí arriba paralizado, observando el movimiento, pero incapaz de unirse a él.

—¿Qué haces ahí, chico? ¿No vas a bajar? ¿Has venido solo a mirar?

Una voz cascada, ronca, a su espalda, le cuestionaba. Se giró y vio a un hombre con un aspecto deplorable. Su cara oscura, llena de arrugas, estaba dominada por unas pobladas cejas blancas que apenas dejaban ver sus ojos. Estaba encorvado e iba vestido con unos pantalones vaqueros que debían tener al menos treinta años de uso y una camisa de cuadros negros y rojos al estilo "leñador" que debía andar por la misma edad. Se acercaba dando pasos pequeños y cojeantes, con los pies desnudos.




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