—Señor, en cuanto a la reunión de mañana...
—¿Qué? Que pesado eres, Manuel. Ya te he dicho que me he leído tus observaciones. Una tontería. No hay nada tan extraordinario. Las tendré en cuenta. Lárgate de aquí y no me molestes hasta mañana a la hora de la reunión.
—Sí, señor.
Manuel Lechwiçza salió por la puerta tras saludar con respeto al Presidente, y a punto estuvo de soltarle un puñetazo a una de las paredes metálicas de aquel pasillo del edificio. Le molestaba tremendamente haber tenido que ir a la “habitación de placer” de su jefe, a informarle de aquellas noticias de última hora que ni él mismo sabía cómo tomarse, mientras a éste, dos muchachas le realizaban una felación en una bañera llena de champán, pero era lo mínimo que podía hacer.
Lo que hacía un par de semanas había sido una amenaza extraña, una denuncia difusa cuyo origen y composición era incierto, se había convertido en algo muy real y preocupante.
Entonces habían sido tres planetas, de los que más alejados de la Tierra estaban, quienes habían levantado la voz. Habían denunciado que uno de sus vecinos, un planeta llamado Suttar, había sido amenazado con naves de guerra que habían despegado desde otro de sus vecinos, el planeta Leao.
Según la denuncia, Suttar había sido obligado a firmar un acuerdo donde la titularidad del planeta, aquello que otorgaba derecho a votar en las reuniones de las Naciones Unidas, pasaba a manos del dueño del planeta Leao, un tal Chase Anneru.
Aquello ya era grave de por sí. Había considerado el primer aviso como una llamada de atención. Una simple estratagema de aquella zona del espacio con la esperanza de que se les rebajara la presión fiscal o se les concediera alguna subvención… nada del otro mundo. Pero tras recibir las noticias de la supuesta “conquista”, su forma de verlo había cambiado. Nunca había ocurrido nada similar.
Jamás en la historia de la humanidad un planeta había conquistado a otro. No hacía tanto tiempo que había colonias en planetas exteriores, apenas setenta u ochenta años. No tenían tiempo para peleas ni conquistas. Estaban demasiado ocupados haciendo crecer sus propios mundos, como para preocuparse de ocupar otros. Hasta ahora.
Y si esto ya no era suficientemente jodido, el puto Presidente llevaba camino de acabar como en la última reunión, donde todo lo que dijo tuvo que ser transcrito porque nadie había entendido un pimiento de lo que había dicho, de la tajada que llevaba encima.
Manuel estaba que rezumaba ira y las gotas de sudor perlaban su cabeza desnuda de pelo.
Cuando llegó a su despacho dentro del Palacio de las Naciones Unidas, su puesto de trabajo y, en más ocasiones de las que debería, lugar de vida habitual, se sentó cansadamente en su silla y miró al techo con desesperanza.
Si ese gordo mamut seguía comportándose de esa forma, al final le saldría un competidor medio decente y perderían el puesto. Y Manuel no quería perder el puesto. Aspiraba a poder construir un aeródromo en su recién estrenada mansión para poder ir allí más a menudo, y sin ser el asesor del Presidente de la Tierra, aquello no sería posible.
Una de sus opciones era buscar entre quienes pudieran ser sus adversarios. Al fin y al cabo, el Presidente actual, Salman Al Fahri, llevaba siete años al cargo, y eso eran tres menos de los que llevaba él. Esto no era más que porque Manuel había llegado a ser asesor principal del anterior presidente y desde dentro, había conspirado para la victoria de Al Fahri, a quien había seguido asesorando después.
Podía, perfectamente, volver a hacer lo mismo. Pero de entre las personas que podían llegar a ser candidatas para ser su sucesor, no podía decidirse por ninguna. La otra vez había sido más sencillo, Al Fahri venía de una de las familias más tradicionales y ricas en la política de Oriente Medio, y tenía mucha influencia y una gran imagen.
Era una situación complicada para él.
—Hola… ¿puedes hablar? —Lola Sánchez, asesora del representante de la zona europea, se había asomado tímidamente por la puerta de su despacho, y le miraba con una cara inquisitiva que no podía significar otra cosa que una intensa preocupación y angustia. A Manuel no le gustó un pelo, ya tenía bastante con lo suyo, pero qué podía hacer…
—Claro, adelante —contestó— ¿Qué ocurre?
Lola pasó apresuradamente y cerró la puerta del despacho. Agarró una silla que había pegada a la pared justo debajo de una palmera de plástico ornamental que tenía allí Manuel y la acercó a su colega, sentándose inmediatamente, con los codos apoyados en los muslos y las manos casi tapándole la cara. Se la veía claramente oprimida, tensa. Pero no hablaba, así que Manuel insistió.
—Vamos, Lola… ¿qué ocurre? Tranquilízate y cuéntame, venga…
—Manu… es un desastre. ¡Otra vez! Y la última, ya casi se me muere…
—¿Qué? ¿Qué es lo que ha pasado otra vez?
—¡Viktor! —gritó— ¡Eso ha pasado! Me lo he encontrado medio muerto esta mañana, en la habitación…
—Oh…
—¡Es un desastre! Lo he dejado a las dos de la tarde en su habitación, en el ala oeste. Ya en la comida había bebido bastante, pero yo estaba con él y lo he controlado. ¡Y luego lo encerré allí adentro! Pues bueno, no sé cómo, se las ha arreglado para pasarse la tarde bebiendo hasta cogerse un coma etílico. ¡Él sólo! ¡en su habitación!
—Bueno, bueno… tranquilízate —Manuel trató de calmarla— ¿Está bien ahora?
—¡¡¿Bien?!! —Lola no se calmaba— ¿Cómo va a estar bien?
—Me refiero a si está vivo, al menos.
—Sí, sí… está vivo. Pero no sabe ni quién es. Y mañana tenemos reunión. Yo no sé qué voy a hacer para que aparezca.
—No te preocupes, quizá haya que retrasarla un poco. Déjalo dormir, y media hora antes de la reunión lo despiertas y le metes medio kilo de cocaína por la nariz.
—Pero, ¿cómo habrá conseguido el alcohol? yo misma lo acompañé a su habitación y lo encerré allí adentro. ¡Con llave!