Teo miraba al horizonte con el morro torcido, y estaba empezando a tiritar. Apostado en la azotea de un edificio de cuatro plantas del que más de tres quedaban bajo el mar, miraba al frente, planteándose si valía la pena continuar.
Veía la silueta de las torres del Hotel en la lejanía, pero en el espacio situado entre él y ellas ya solo había agua.
Algún que otro esqueleto de edificio, más ruinoso y desvencijado aún que aquél sobre el que se encontraba, podía intuirse en la oscuridad, pero éstos ya no estaban comunicados con el que estaba bajo sus pies.
El hotel estaba edificado en un barrio de la costa en la época antigua, y ahora quedaba varios kilómetros adentro del mar Mediterráneo. Había conseguido acercarse, creyendo que podría llegar hasta él saltando de la azotea de un edificio a otro, utilizando la red de puentecillos construidos a mano entre las azoteas que había crecido con el paso del tiempo, y que se mantenía, a duras penas, por la gente que utilizaba aquella zona para pescar.
Sin embargo, había llegado hasta “el último edificio”, y desde allí hasta el hotel, aún había una gran distancia insalvable. El barrio donde se había edificado aquel hotel en el siglo XX estaba constituido íntegramente por casitas pequeñas de pescadores de finales del siglo anterior XIX, y éstas habían quedado completamente sumergidas bajo las olas. No podía distinguirlo bien por la oscuridad y la falta de referencias, pero calculaba que aquellas torres aún debían quedar a un buen par de kilómetros.
Podría haber pensado en una solución. Una pequeña barca improvisada, o moverse lateralmente por las azoteas en busca de un lugar que quedara más cercano a aquellos edificios, pero la noche era oscura, la luna apenas mostraba una pequeña parte de su cuerpo en el cielo y además, estaba cubierta por nubes. Había llevado una linterna que alumbraba bastante bien, pero “bastante bien” no era suficiente en una situación como aquella. Y la brisa era molesta, tenía frío.
El lugar estaba desangelado, nadie que viviera en la zona gustaba ya de ir por allí, ni siquiera los delincuentes, y a esas horas de la madrugada no solo estaba vacío, todo parecía haberlo estado desde el principio de los tiempos.
Era un lugar maldito. No es que la gente pensara que allí ocurría algo paranormal, al contrario, todos sabían que lo que allí había ocurrido era algo completamente normal. Normal cuando se llena un mundo de personas y éstas no se dedican a cuidarlo.
Era imposible estar allí y no sentir nostalgia. Melancolía por unos tiempos pasados que en realidad, nadie que estuviera vivo había conocido.
Las baldosas rojas que ahora Teo pisaba, bañadas por el agua a intervalos dictados por las olas, mostraban una capa verduzca por encima. El limo se acumulaba en la superficie de alguno de aquellos edificios, mientras otros tenían auténticas malezas en sus interiores, ramilletes de cañas y plantas de manglar mediterráneo asomaban por algunas de las ventanas que aún sobresalían por encima del agua, ya redondeadas por el paso del tiempo y el efecto del salitre y la erosión.
El liquen no solo era llamativo, también convertía la zona en un lugar extremadamente resbaladizo, y caer al agua en aquel sitio podía resultar mortal, especialmente si el oleaje arreciaba, aunque ahora permanecía calmo.
Teo iluminó con la linterna hacia adelante, y no vio más que pequeñas olas espumadas hasta donde la negrura le dejaba ver, con las torres del hotel destacando en la lejanía acuática.
Se dijo que era un imbécil.
¿A qué jugaba?
Él no era un hombre de acción. Nunca lo había sido.
Pero tampoco era uno que supiera gobernar bien sus emociones, al parecer. Y de nuevo, éstas le habían jugado una mala pasada. La rabia estúpida de ver como su mal ganado plato de cena estaba lleno de bichos había hecho “clic” en su cabeza y había desatado una ira irresponsable que no había sabido contener, pero que ahora se había disipado con el frío, la oscuridad, y la lejanía de aquel lugar distópico.
Además, andar entre aquellas azoteas y tejados no era rápido, y aunque no llevaba un reloj encima, sabía de sobra que las doce de la noche debían haber pasado un buen tiempo atrás.
Movió la cabeza en un gesto negativo, cruzó los brazos para protegerse del fresco viento costero y se dio media vuelta.
Si iba a hacer aquello, debía hacerlo bien. Continuar ahora aún habría sido más estúpido que romper sus muebles por un acceso de rabia.
Al volver, ya sin las prisas con las que había iniciado el camino, se fue fijando mejor en aquel paisaje. Mientras cruzaba por uno de los maltrechos y frágiles puentecillos construidos a base de tablones, cascotes y restos varios entre azoteas pensó que allí abajo, antes, habría habido una calle. Una calle mucho más bonita que la suya, a buen seguro. Con sus plantas, sus coches, sus tiendas, su gente paseando… con suelo seco. Había visto representaciones y fotografías de aquella época.
Y ahora era mar. Peces vivían en los interiores de habitaciones que habían sido de chicos aficionados a la música o los ordenadores, y que habían vivido juventudes e infancias mucho más afortunadas que la suya. Pero ahora no eran más que eso: un paisaje para animales acuáticos.
Pensó cuánto le quedaba a su propio pueblo para pasar a ser algo parecido. Quizá esta vez no sería el clima, pero… ¿importaba? Sería la violencia, la dejadez, la corrupción, la religión, o cualquier otra cosa.
Para él, estaba claro que la gente que tenía el poder simplemente les estaba dejando morir.
No iban a matarlos de forma directa, pues eso habría sido demasiado extremo incluso para ellos, aunque solo fuera por la repercusión que pudiera tener en la opinión pública. Pero desde luego, tampoco les iban a ayudar nunca. Ni a dejarles de fastidiar, tampoco. Estaba convencido de que la élite, las personas que llevaban las riendas del mundo, deseaban que él y la gente como él fueran muriendo poco a poco sin reproducirse, y a ser posible sin hacer mucho ruido, hasta desaparecer.