La presión espacial

(9) A1 - Conquistador

La flota de guerra estelar del planeta Leao permanecía impasible e imponente en el espacio cercano al planeta Lenn, situado a un buen puñado de años luz del planeta Tierra.

Aquella flota de naves era una rareza, una virguería, el máximo exponente de la tecnología de guerra espacial humana.

No, no es que su tecnología fuera insuperable, ni siquiera experimental o de última generación. En realidad, con una cantidad de recursos suficientes y tiempo, el ser humano podría haber hecho algo mucho mejor. Pero era la más potente flota de naves espaciales bélicas humanas por una sencilla razón: era la única.

En la nave TG1, la principal y más grande de aquella escuadrilla, el ideólogo, financiador y constructor de aquellas naves conversaba, excitado, con el que era su mano derecha.

—¿Por qué son tan imbéciles, Massiev?

—Cada mundo… es un mundo, Chase. No te preocupes, de verdad. Las bajas han sido mínimas. Y acabo de recibir noticias desde el planeta: el pueblo está presionando al gobernador para que baje de la burra. Seguramente esta misma tarde o mañana claudiquen.

Chase Anneru era el dueño y gobernador del planeta Leao. Era joven, aún no había cumplido los cuarenta y en realidad, aunque había heredado el planeta de su padre casi una década atrás, aún era conocido en casi todos los sitios como “el hijo del dueño” de Leao. La sombra de su padre era alargada, pues había sido un hombre de gran éxito.

Aquella campaña de guerra, aquella iniciativa que había iniciado, en realidad, hacía más de un lustro, era su forma de decirle al universo que él era un ser independiente, con iniciativa propia, y que si era dueño y gobernador de un planeta era por pleno derecho. Él no era menos que su padre.

—Claudiquen, claudiquen… no tendrían que claudicar. Tendrían que pensar. Razonar. Darle un poco a la sesera. Me cago en todo, Massiev.

—Chase…

—Márchate, haz el favor. Te llamaré más tarde. Necesito estar solo. Avísame si hay novedades.

Rinat Massiev era su inseparable compañero. Su amigo de la infancia. Se habían criado entre algodones en un Leao casi recién colonizado, siendo el padre de Rinat uno de los mejores amigos del padre de Chase y fundador de varias de las primeras y más exitosas empresas del planeta.

Ahora lo aborrecía. Todo había estado yendo bien durante los primeros meses. Habían ido consiguiendo sus objetivos más o menos al ritmo esperado y sin tener que disparar una sola vez. La visión de la imponente flota orbitando el planeta y la constatación de que no había forma humana, literalmente, de hacerle frente, había sido suficiente para que los planetas amenazados firmaran los papeles necesarios para ceder a Chase su propiedad. Dieciocho planetas más el propio Leao estaban ya a su nombre. Pero habían surgido dificultades con este último, y desde que eso había ocurrido, su amigo le resultaba cada vez más insoportable.

No solo su amigo. Aquel despacho, la nave entera, el espacio. Todo. Añoraba su planeta Leao, su lugar de trabajo allá en su mansión, desde la cual podía asomarse por una ventana y ver la imponente cascada de Freitas y al fondo, la incipiente metrópoli que era la ciudad capital de su planeta, Minx.

Añoraba, en realidad, la sensación de seguridad que había tenido cuando siendo únicamente gobernador de su planeta, se dedicaba a dictar quién debía explotar tal o cual yacimiento, o dónde debían planificarse nuevos asentamientos.

Ahora, acababa de terminar con la vida de más de cuatrocientas personas y de dejar estéril y radiactiva por décadas una porción de un planeta.

Hasta ahora, había tenido que hacer muchas, muchas cosas de las que no se sentía orgulloso. Había tenido que contratar bajo mano a ingenieros de las mejores empresas del universo para construir aquellos navíos. Había tenido que falsificar sus contratos y controlarlos férreamente para que no soltaran prenda, pues habían sido contratados para, supuestamente, mejorar las infraestructuras de comunicación del planeta. Pero él los había puesto a trabajar en la fabricación de aquellas naves de guerra.

El control de toda aquella gente, bañada en dinero público, le había sumido casi en la locura, pero cuando había comprobado el resultado se había sentido satisfecho. Tres enormes navíos, en uno de los cuales se encontraba, y otras treinta naves más pequeñas capaces, cada una de ellas, de descargar armamento nuclear en cualquier momento.

Las naves carecían de potencia para pelear cuerpo a cuerpo en el espacio, el armamento era rudimentario: misiles cargados con ojivas nucleares cuya tecnología tenía más de dos siglos. Pero era baratas y efectivas. Cumplían a la perfección su misión: ser una visión amenazante en el cielo.

Y ahora, habían demostrado que también podían ser efectivas si se las ponía en acción.

Con los ojos cerrados, reclinado en su silla de despacho, respirando con parsimonia, Chase trataba de poner en orden sus pensamientos.

Su propósito era noble. Necesitaba esas actas de cesión de la propiedad. Necesitaba ser el dueño de los sesenta y cuatro sistemas exteriores. Y lo necesitaba para conseguir que de una vez la Tierra dejara de atosigarles e impedir su crecimiento a base de impuestos y obligaciones abusivas.

Había expuesto aquello mil veces en las reuniones que mantenían periódicamente los respectivos dueños y gobernantes de los planetas exteriores. Pero había sido ignorado.

No hacía tanto tiempo que estos planetas habían sido colonizados. El suyo era uno de los más antiguos y su padre había puesto un pie en él hacía poco más de sesenta años. Esto significaba que él era uno de los pocos dueños “de segunda generación” y esto, a su vez, que en las reuniones se le solía ignorar con delicadeza la mayor parte de las veces, y con desprecio en el resto.

Había intentado por su cuenta proponer cambios en la presión fiscal en las reuniones de las Naciones Unidas a través de su representante en la Tierra, pero sin el apoyo de sus colegas propietarios de planetas, la propuesta no era más que una simple solicitud sin ningún tipo de recorrido ni posibilidad de resultar aceptada.




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