La presión espacial

(12) T5 - Arrastrado

La mañana siguiente a la madrugada en la que había intentado ir al hotel y peleado con su vecino, Teo se había levantado de la cama con una nueva sensación.

No era rabia ni hambre, aunque pasaba el mediodía. Tampoco era mal humor ni violencia.

Simplemente, no estaba.

Su cerebro se negaba a ponerse en marcha. No salió de casa en todo el día. No comió en todo el día. No hizo nada en todo el día.

Permaneció tumbado en su sillón, mirando el techo y durmiendo a intervalos irregulares, sin siquiera pensar en nada.

Él no lo sabía, pero necesitaba un abrazo. Unos brazos, a ser posible femeninos y amigables, que lo acogieran y le susurraran al oído “todo va a ir bien”.

Pero no tenía nada de eso y lo único en lo que de vez en cuando pensaba, era en que debía ser maduro, debía dejarse de gilipolleces y tenía que sacarse las castañas del fuego. Pero al momento, se encontraba con que casi no tenía ganas ni de respirar.

Al segundo día no tuvo más remedio que levantarse de la cama e ir de nuevo al vertedero. Allí se encontró de nuevo con Jan y Carmen, y aquellos le alegraron un poco la mañana.

Bajó a la montaña de basura con la mujer y entre los dos le enseñaron los truquillos de la recogida de comida. Le explicaron cómo intercambiar cosas con otros merodeadores y que lo más importante era no ser ansioso y no acaparar, pues cuando había algún acaparador era la única ocasión en que se producían problemas. Había para todos, había de sobra y sólo al final de la jornada, si querías, podías intentar coger algún excedente para no tener que ir al día siguiente. Hacerlo antes podía ser visto como una forma de fastidiar a los demás y las protestas podían ir desde que alguien te gritara hasta encontrarte con un puño en los dientes.

Aquel rato, al menos, había podido despejar la cabeza y sacar algunos de los nubarrones negros que le negaban una visión clara de su propia situación y de cuáles podían ser sus soluciones. Una vez en casa, habiendo podido cargar comida para un par de días, sin embargo, volvió a venirse abajo.

¿Para qué tanto esfuerzo? ¿Acaso le iría mucho mejor teniendo trabajo y dinero? ¿El tipo de trabajo y la cantidad de dinero que podía conseguir allí, si es que lo hacía? El empleo que había tenido hasta unos meses atrás era considerado “bueno” para alguien de aquel lugar, y aún así, apenas le daba para poder comprar comida y tomarse algo de vez en cuando. De haber roto la mesa de cristal en aquellos tiempos, tampoco habría podido comprar otra sin ahorrar durante un par de meses o dejar de darse el gran lujo de tomarse un café o una cerveza en el bar de Jero de vez en cuando.

Llegó a la conclusión de que lo único que quería era tener una vida digna. Posibilidades de hacer algo más que subsistir. Una vida que permitiera a la gente no vivir encerrada en sí misma y en sus propios problemas. No quería hacer algo para tener un plato de comida miserable cada día en la mesa. Quería hacer algo para que los platos de comida dejaran de ser miserables y para que uno pudiera pensar en algo más que en cómo no morir de hambre, de asco, o atracado en la calle.

Y también quería ver a su madre. Se había marchado y no sabía nada de ella desde años atrás. La última vez que la había visto ella estaba viviendo en la calle, en un callejón donde sólo había gente a la que la vida le había vuelto la espalda. Y él no había podido hacer absolutamente nada por ella. Ni ella se habría dejado, ni él tenía una más mínima idea de cómo sacarla de aquel pozo de enfermedad mental provocada por la pérdida de su padre y aumentada por el consumo de droga para olvidar.

Una gran angustia le invadió, sintiéndose culpable de todas las cosas que estaban mal en el mundo. No se sentía responsable por ellas, pero sí de no hacer nada, de no mostrar rebeldía y resistencia, aunque fuera simplemente porque no sabía cómo.

Pasaron dos semanas en las que Teo apenas era Teo.

Era un autómata que salía de casa sólo para ir al vertedero cada dos o tres días, y en su casa no hacía otra cosa que fumarse la hierba que le quedaba y pasar las horas tumbado y sin ganas de hacer nada. Solo pensaba, pensaba y pensaba. Y cada vez que pensaba, se sentía peor. Cada vez tenía menos ganas de ir a por comida o incluso de comer. Solo quería dormitar cual cocodrilo saciado y que las horas pasaran, con la esperanza subconsciente de que pasara algo que mágicamente le arreglara un poco las cosas.

Pero conscientemente sabía que eso no iba a pasar. Prácticamente nadie sabía que él siquiera existía. A nadie le importaba. A nadie le importaba nadie, en realidad.

Las pocas veces que salía de casa veía como la mayoría de la gente estaba en una situación mental parecida a la suya. Nadie hacía nada porque nadie hacía nada. No había nadie que pudiera o supiera organizar algún tipo de resistencia porque todos tenían memoria y sabían que las pocas veces que se había intentado, no sólo habían fracasado, sino que las consecuencias habían sido terribles.

Lo más que se podía encontrar era algún grupito como la Cooperativa, que se organizaban para ayudar en lo que podían. Arreglaban cosas que estaban faltas de mantenimiento por la dejadez del Ayuntamiento, instalaban generadores de electricidad, sustituían cañerías, cosas así. Y aún sólo haciendo eso solían encontrarse con problemas. Él no quería algo así. Aquello no era más que ponerle tiritas a un herido de bala.

La desesperanza y la tristeza podían con su rabia. Ya apenas ni la sentía.

Para el día veinticinco de Marzo fumó su último cogollo, y unos días después lo echaba de menos. Estar tirado todo el día en el sofá divagando y autocompadeciéndose era más complicado sin nada que fumar. Decidió ir a ver a su vecino, a ver si le podía prestar algo y de paso, disculparse por la vez en que lo había echado de su casa, la última vez que lo había visto. Su dejadez era tal que casi lo había olvidado.

Subió al piso siguiente, donde se encontraba la casa de Doug, y tocó la puerta con el puño, dando los tres golpecitos con el ritmo exacto que significaban que era él, para que supiera que podía abrir sin peligro. En un minuto, la puerta se abrió. Ahí apareció su vecino, con su melena rubia, su camisa hawaiana y sus shorts de “soccer”, su vestimenta habitual de estar por casa.




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