—Aún no puedo creerme que seas tú. Yo… pensaba que… —Teo agachó la cabeza.
—¿Que estaba muerta?
—Sí… —una lágrima cayó de su ojo derecho, pero pudo contener las demás.
—Tranquilo, Teo…
A Teo se le habían juntado varios shocks al mismo tiempo y no tenia manera de poner orden en su cabeza. Era más bien como si no hubiera nada. No podía pensar. Lo que veía parecía un sueño o una realidad paralela de la que después no guardaría ningún recuerdo.
La había reconocido nada más entrar a la habitación y a partir de ese momento, su cerebro había quedado en blanco.
Ella había tardado en mirarle y cuando lo vio no lo hizo con sorpresa: sabía que estaba allí. Él se había quedado parado como una estatua, mirándola con incredulidad hasta que fue ella misma quien lo llamó por su nombre.
Viéndolo tan afectado, le ofreció un plato de puchero, se puso uno para sí misma, y se sentaron los dos en una mesa apartada de los demás para poder hablar a solas.
Ahora Teo lloraba porque la referencia que había hecho su madre le había recordado que no solo sentía añoranza sino también rabia por la ignorancia.
Le llenaba de alegría verla tan bien, pero… ¿por qué? ¿Por qué había pasado cinco años sin saber nada de ella? ¿Por qué no se habían dado un abrazo nada más verse? La miraba y veía, por fin, los ojos de su verdadera madre, y no aquellas dos piedras hundidas que había visto la última vez.
Pero aun así… estaba rara. Se la veía contenta, pero estaba distante, como fría. No de manera muy obvia, pero Teo era su hijo y se lo notaba.
Logró tranquilizarse. A fin de cuentas estaba allí con ella. La tenía delante. Podía hablar. Podía preguntarle cosas. No quería abrumarla, pero necesitaba ese par de respuestas. Necesitaba saber, porque quería dejar de sentir esa mezcla rara de culpabilidad y victimismo que le suponía pensar en ella. Ahora ya no tenía que pensar más.
—Mamá, entiendo por qué te fuiste de casa. Pero, ¿por qué he estado cinco años sin poder verte? ¿Dónde estabas? ¿qué ha pasado? —dijo mientras trataba de seguir conteniendo las lágrimas. Y ahora fue ella la que agachó la cabeza.
—Teo, cariño… no estaba. Me gustaría no tener que hablar de esto.
—Y a mí —dijo Teo, un poco cabreado al recibir aquella respuesta— pero necesito saberlo. No he dejado de pensar que debería haberte buscado y buscado hasta saber qué era de ti y ayudarte. Sé que no estabas bien. La última vez que te vi…
—Estaba en el callejón de Puzol, sí. Con los mendigos, las putas y los drogadictos —cerró los ojos con fuerza, ella también estaba teniendo su propia batalla contra las lágrimas—. Me fui de allí, a otro sitio parecido, cerca de Madrid. Me fui con una amiga que hice en el callejón. Y de verdad, preferiría no tener que contarte nada más sobre esa época.
—Tranquila, mamá. Perdóname. No es necesario que me des más detalles. Solo es que… no lo sabía, y creía que o bien te habías… te habías muerto, o que me evitabas por alguna razón.
—No, Teo. Estuve en Madrid hasta hace año y medio. Lo siento de veras si te has sentido abandonado en este tiempo. Como te dije cuando me fui de casa, te quiero muchísimo, pero tú eres un hombre adulto y yo estaba siendo una carga. Ya sé lo que vas a decir —Teo había intentado interrumpirla, pero ella no le dejó—, que no era una carga, que podrías haberme cuidado. Y estoy segura de ello, porque eres un hombre honesto y capaz. ¿Pero qué hay de mí? ¿Qué hay de lo que sentía yo? Lo siento mucho pero soy incapaz de ver como mi hijo tiene que hacerse cargo de mí. En aquella época, no podía sentir nada más que ira y rabia, y cuando no sentía ira o rabia, no sentía nada. Ni tenía fuerzas para nada. Pero sí cerebro y ojos para verte sufriendo por mí cada día. Mi salud mental se estaba haciendo añicos. Pensarás que estar en el callejón no me ayudó mucho con eso y probablemente tienes razón, pero yo también soy una mujer adulta y tomo mis propias decisiones. Al menos así sólo lo pasé mal yo.
—Bueno, yo tampoco lo pasé muy bien pensando todos los días dónde estarías. Sobre todo desde la última vez que te vi. Antes, al menos, sabía dónde encontrarte. Podías haberle dicho a alguien que te ibas.
—Teo…
—Es igual. Perdóname, mamá. Yo también estoy… ¡joder! Todo esto me está superando. Me he quedado sin trabajo. No he comido nada en todo el día. Este sitio… es muy raro, y lo último que esperaba era encontrarte aquí —se calló un momento—. Y así de bien, mamá. Me encanta verte tan bien.
—Come, por favor. Se va a enfriar.
Teo cogió su cuchara y sin muchas ganas, la metió en el plato y se la llevó a la boca. Con el hambre que tenía se habría comido hasta un neumático usado, pero además, el puchero de su madre era Puchero de Su Madre™ y estaba buenísimo. La segunda cucharada ya la cogió con más ganas. Y no paró de coger una tras otra hasta que casi acabó el plato.
Su madre lo imitó, aunque ella comió con más calma. Teo notó que lo miraba y que ella, poco a poco, se iba enterneciendo más. Cuando ya estaba rascando el fondo del plato, continuó hablando.
—¿Y desde hace un año y medio? Has dicho que estuviste en Madrid hasta entonces.
—Desde hace un año y medio que estoy con este grupo. Soy una de las cocineras.
—¿Cómo entraste, si puedo preguntar?
—En Madrid, mi amiga tenía un... amigo que tenía contactos con ellos. Necesitaban gente para hacer trabajos ordinarios, no activismo, pero debía ser gente que tuviera una ideología mínimamente afín. Me hicieron una entrevista, como a ti.
—A mí apenas me han dicho nada. De hecho, no me han preguntado más que el nombre, y me han pedido que me inscriba. ¿Qué les has dicho de mí? ¿Por qué les intereso tanto?
—La otra vez que vinimos a Valencia tú tenías trabajo y te iba bien, dentro de lo que cabe, así que no dije nada. Había hablado de ti antes, por supuesto, a mis compañeros. Pero ahora, cuando íbamos a venir otra vez, me enteré de que te habían despedido. Me imaginé que necesitarías ayuda y aquí te pueden ayudar. Mira lo que han hecho conmigo.