El Gran Lago Verde era un lago artificial que ocupaba la parte posterior del Palacio de las Naciones Unidas. El Palacio, construido solo unos años atrás cuando Al Fahri había accedido a la presidencia, era su residencia y al mismo tiempo el lugar donde las Naciones Unidas celebraban sus votaciones y reuniones.
Representantes de todas las zonas del mundo y de los planetas exteriores solían acudir allí cada dos semanas. En ocasiones iban el mismo día, pero otras veces pasaban más tiempo en el Palacio y cada zona tenía asignada sus habitaciones particulares.
Los asesores de estos representantes también tenían allí sus despachos preparados para cuando debían pasar días, y el de Lola ya llevaba veinte días vacío.
Manuel se encontraba en su propio despacho permanente, pensando en la situación que tenía encima mientras miraba el lago por el amplio ventanal. Había ganado aquella votación con un gran golpe de astucia, pero sabía que había llegado al extremo, no había más de donde estirar la situación sin romperla.
Además, Lola había sido de las primeras, pero no la única pieza importante de los gobiernos de zona en marcharse, así como gente de su propio personal, uno, dos y tres escalafones por debajo de él. Estaba siendo una sangría.
Había podido conseguir rápidamente a gente para sustituir a los huidos, pues siempre quedaba alguien dispuesto a subirse al barco para chupar del bote. El problema era que esta gente tenía muy claro lo de chupar del bote y muy poco lo de que el barco al que habían subido se estaba hundiendo.
Normalmente a él no le habría importado demasiado, pero en esta ocasión había que hacer algo más. Si el barco no se mantenía a flote, no habría bote del que chupar.
Había pasado noches enteras sin dormir, hablando con diferentes dueños de planetas que habían sido conquistados por Anneru. Había oído sus quejas y sus lamentos, pero ninguna propuesta más que la de “plantarle cara”.
Le resultaba gracioso.
¿Con qué? No tenían una sola nave de guerra.
Manuel había encargado la construcción de cinco grandes navíos bélicos tras modificar legalmente varias leyes que prohibían su construcción y extraer financiación de algunas de las mayores empresas de la Tierra y de las Zonas Terrestres con mayores posibilidades económicas. Pero lo había hecho más que nada para acallar voces críticas y ya de paso, hacerse con alguna que otra comisión. Pero nada más.
Sabía que era algo completamente imposible: el primero de los buques tardaría un mínimo de cinco años en construirse y las naves de Anneru llevaban tiempo en la órbita terrestre. Si aquél quería utilizar la fuerza, tenía tiempo de sobra para pensárselo.
Si las noches habían sido para hablar con dueños de planetas y presidentes, las tardes habían sido para tratar de recomponer el grupo de Gobierno, y las mañanas para reconfortar y educar a Al-Fahri, que andaba más perdido que un pulpo en un garaje, fastidiado por tener que trabajar.
Le había costado, pero poco a poco había conseguido ir recomponiendo la confianza y no dar la impresión de que todo se estaba viniendo abajo. Si quería parar a Anneru, ante todo debía dar muestras de fortaleza, pues cualquier voto de cualquier región terrestre por el de Leao, habría significado su fin. No tenía naves de guerra, pero sí que tenía ejército y fuerza de sobra para que a ninguno de ellos se les ocurriera tal cosa.
Pero ahora todo lo que había conseguido le parecía algo estúpido. Porque tenía delante de él algo que no comprendía y que no era capaz de explicar.
Junto al Lago Verde, una pequeña nave de color naranja y de aspecto estrambótico descendía silenciosamente hasta tocar la hierba a unos cien metros de su ventana. Conocía bien la flota de Anneru y aquella nave no se parecía a ninguna de las naves del de Leao. De hecho, no se parecía a nada que Manuel hubiera visto en su vida.
Desde que habían partido de Iilnirev, la relación entre Cleo y Aliz había cambiado. El punto de inflexión había sido aquella conversación “nocturna” donde la Emperatriz le había confesado que ni ella misma tenía clara la estrategia.
Desde entonces, la relación había sido más cercana, y aunque Cleo notaba que Aliz estaba algo más fría, al mismo tiempo, se daba cuenta de que cuando llevaban un tiempo juntas, se le olvidaba.
Ahora ambas sabían un poco más la una de la otra y aunque lo que sabían podía gustarles o no, esto subía un punto el nivel de confianza.
Cuando llegaron con la gran nave a las inmediaciones del Sistema Solar, tuvieron buen cuidado en dejarla estacionaria en un ángulo que quedaba “detrás” de un asteroide de la nube de Oort, manteniéndola oculta a cualquier mirada que se pudiera producir desde la Tierra o cualquiera de sus observatorios en el Sistema Solar.
Aliz y Cleo montaron entonces en una de las navecillas auxiliares y salieron disparadas hacia el planeta, tras asegurarse de que todos los escudos y armas disponibles estaban al máximo de carga y potencia.
El trayecto resultaba algo desesperante para Aliz.
—¡Trece horas!, mi señora, discúlpeme, pero hace un rato estaba muy feliz porque pensaba que habíamos llegado, y ahora… ufff trece horas de viaje más. Es insoportable —la pobre Aliz se había quitado el coletero y llevaba lo que normalmente era su larga coleta desperdigada por encima del cuerpo mientras yacía en el cómodo asiento de la navecilla Nim.
—Jajajajaja, Aliz —rió la emperatriz—, que impaciente eres, de verdad. Lo siento, pero esta es la velocidad a la que podemos ir. No tengo la culpa de que la naturaleza nos ponga algunos límites físicos.
—Pero… ¡trece horas!
—Bueeeno, mientras refunfuñas ya han pasado treinta minutos, ¿ves? En breve llegaremos. No te hará bien llegar nerviosa. Recuerda todo lo que hemos hablado estos días.
—Sí… mostrarme fría y distante. Y señorial y todo eso… lo tengo bien aprendido, mi señora. Y sé cómo hacerlo.
—En la tierra, la imagen es importante. El hombre con el que nos vamos a reunir es una persona acostumbrada al protocolo y a moverse en las altas esferas. Es en estas altas esferas donde más importancia se le da a la apariencia y a la pompa. Si él nos ve respetables, será el primer paso para que nos respete.