El interior del Palacio de las Naciones Unidas era tan lujoso como el exterior. Había sido levantado en un tiempo récord gracias al imponente poder económico de la familia Al Fahri, que lo había mandado construir un año antes de que Salman obtuviera la presidencia. Después habían recuperado el dinero invertido con creces, pues dicha familia cobraba un concepto de “explotación” al ente gubernamental mundial, que el presidente pagaba con sumo gusto.
Existían varias salas de reuniones dentro del Palacio y ahora, Manuel, Cleo y Aliz se encontraban en una de las más pequeñas, pero no por ello, menos estilosas.
Las paredes de aquella sala eran metálicas, de color blanco. Estaban conformadas por paneles curvados que se superponían a las verdaderas paredes de hormigón que delimitaban el espacio, justo detrás. No había una sola pared visible que fuera completamente plana o contuviera algún ángulo, salvo aquel que formaban con el suelo. Ni siquiera en el techo. Era como si Gaudí se hubiera trasladado al siglo XXIII para diseñarla.
La mesa alrededor de la cual se habían sentado, en cambio, era bastante más común, con un acabado en madera oscura que daba sensación de elegancia y una forma completamente circular con un diámetro no excesivamente grande, capaz de albergar a unas seis personas.
La luz del atardecer accedía por unos grandes ventanales y claraboyas de extrañas formas ovaladas, pero la luz interior de la habitación, que estaba regulada automáticamente, iba adaptándose al nivel de luminosidad general y aumentando poco a poco su intensidad, por lo que podían verse las caras perfectamente.
Manuel estaba sentado a un lado de la mesa, justo delante de una de esas ventanas, y enfrente de él, estaban Aliz y Cleo. Era esta última la que hablaba.
—Coincidirá conmigo en que es una situación en la que todos salimos ganando. Usted se libra de ese conquistador y yo consigo el acceso de mi planeta a la membresía de las Naciones Unidas, con derecho a voto. Yo consigo proteger a mis ciudadanos, y ustedes se libran del problema que supone ese hombre.
Cleo hablaba con aplomo y sabía lo que hacía. Había encontrado a aquel Manuel menos destruido de lo que esperaba. Su pequeña victoria en la votación anterior, el hecho de que ésta se hubiera conseguido gracias a una maniobra suya, por muy burda que fuera, le había infundido unos ánimos que Cleo no había esperado ver.
Quizá habían escogido mal el momento, pero aquello era lo que se había encontrado y debía lidiar con ello. Aunque sus ánimos fueran mejores de los esperados, su situación no dejaba de ser la que era y no tendría más remedio que llegar a un acuerdo con ella.
Aliz, por su parte, sentada a su lado, escuchaba con avidez. La joven gozaba de una memoria maravillosa y sin intervenir, iba ordenando en su cabeza todo lo que oía. Tras la advertencia de la emperatriz estaba determinada a deducir toda la información que pudiera de aquello que le faltara. Demostraría estar a la altura.
Manuel… tenía el cerebro en completa ebullición. Las ideas le iban y venían a una velocidad vertiginosa y, aunque estaba consiguiendo que no se le notara demasiado, no hacía más que dar gracias a su suerte. Se desconfianza inicial pronto se había disipado. Aquellas mujeres habían llegado en una nave hasta la misma puerta del Palacio. Ningún ser humano podía hacer eso. No había duda de su procedencia. Todavía le quedaba alguna, quizá, de sus intenciones.
Se habían presentado allí y habían traído la solución a todos sus problemas. Quizá no era una solución definitiva, pues aceptar su propuesta sólo significaba que a Anneru le hacía falta convencer a todavía más gente para su causa, si quería conseguir los votos necesarios. Pero había algo que no había aparecido en la conversación porque era algo obvio: tenerla de su lado significaba no tenerla del lado contrario.
—Señora Emperatriz, su oferta me parece, como usted dice, un caso de victoria dual, o como dicen en la calle, un win-win de manual. Pero tengo muchas dudas al respecto.
—Para eso estamos aquí. No nos marcharemos hasta haber resuelto todas sus dudas y haber firmado un acuerdo que asegure tanto mis peticiones como todo lo que le daremos a cambio.
Manuel lo pensó. Parecían tan humanas… Sí, eran bajitas: las más alta de las dos, que era la emperatriz, estaría en torno al metro sesenta y le sacaba a la otra una cabeza entera. Pero ya está. Nada más. Por todo lo demás, visualmente, eran dos mujeres como otras dos cualquiera.
Poseían un gran porte regio, había que reconocerlo, y su presencia destilaba algo especial. Pero eran eso: mujeres, no aliens verdes de ocho brazos. Se preguntó si aquello le crearía problemas.
—Lo que usted propone, mi señora emperatriz —habló Manuel, que había comenzado a utilizar el título y la fórmula al entender la importancia de aquella conversación—, si no lo he entendido mal, es que demos de alta a su planeta como nación miembro de las Naciones Unidas, con el mismo estatus que tienen todas las naciones de la Tierra y todos los planetas exteriores con derecho a voto. Entonces, una vez adquirida esta membresía, ese Anneru perdería toda posibilidad de ganar. Necesitaría el apoyo de varias naciones terrestres o una zona entera para poder volver a empatar.
—Así es. Como le he comentado antes, señor Lechwiçza, conocemos perfectamente el espacio humano y comprendemos cómo funciona la política. Ustedes descubrieron el planeta de nuestros antepasados hace más de un siglo y saben que ellos les estudiaban. Nosotros no provenimos directamente de allí, pero nunca se dejó de estudiar a la Tierra. Les hemos seguido estudiando, durante siglos, de primera mano.
—Eso es algo turbio… —comentó Manuel, algo descolocado.
—Como usted quiera —contestó la Emperatriz, levantando las cejas con un gesto que decía exactamente lo que salía también por su boca— pero es lo que hay. No hemos ejercido una vigilancia extensiva, compréndame, teníamos cosas mejores de las que preocuparnos. Pero antes de venir hasta aquí nos hemos informado convenientemente, además de repasar los idiomas más hablados.