Tras dejar a la emperatriz con el presidente, Manuel se había largado rápidamente a su despacho. Desde que habían llegado las nims había pasado todo el rato con ellas y no había tenido apenas tiempo para reflexionar convenientemente. Aunque la grabó, ni siquiera escuchó la conversación de los dos dignatarios. Se dedicó a cavilar y a calcular sus próximos movimientos.
Todo era muy extraño, pero si la cosa salía como debía, el futuro podía estar lleno de puntos brillantes. Para empezar, acababa de encontrar un candidato perfecto para sustituir a Al Fahri. Candidata, mejor dicho. Por lo poco que había hablado con ella sabía que no sería como con el árabe: él no podría gozar del poder del que disponía ahora mismo. Pero si conseguía hacerla subir al poder, seguramente, a base de negociaciones, seguiría pudiendo rascar algo. Al menos lo suficiente como para terminar ese aeródromo de una buena vez.
Aparcó esos pensamientos rápidamente. A largo plazo era algo interesante, pero primero debía lidiar con todo el embrollo que tenía delante. El aparato de su mesa indicaba un total de 347 llamadas perdidas. Todo el mundo había visto aterrizar una nave extraña en el Palacio de las Naciones Unidas y nadie sabía por qué. Aquello era lo más inmediato: explicar a la gente lo que estaba pasando.
El problema era que para la gente aquello sería probablemente el acontecimiento del siglo. El público querría ver a los aliens, los científicos iban a querer estudiarles hasta la suciedad de las uñas y los políticos y asesores estarían ávidos de llegar a acuerdos con ellos. Todo ello, teniendo en cuenta que dichos “aliens” tienen exactamente el mismo aspecto que cualquier persona. Le iba a costar lidiar con todo aquello.
Lo primero sería dar una rueda de prensa junto al Presidente. Anunciar al mundo que los nims estaban vivos y que estaban aquí. Dar pequeñas muestras de cuáles eran sus intenciones al venir a la Tierra. Pero no mostrarlos. Dejaría a la chiquilla en paz por el momento hasta el día siguiente. Era mejor tratar de “bajar la expectativa” indicando a los periodistas que el aspecto de estos nims eran tan similar al humano antes de mostrarles a uno. Si habían hecho su trabajo, deberían saberlo con anterioridad, los nims eran bien conocidos desde hacía más de un siglo. Pero recalcarlo antes haría que la gente lo tomara con más naturalidad.
Después de la rueda de prensa tendría que hacer una ronda de conversaciones. Ir llamando, uno por uno, a los responsables de ese “347” que aparecía en la pantallita de su teléfono de escritorio. Explicarles la situación, explicarles qué es lo que había ocurrido y tratar de convencerles de que gracias a esto se esperaba un futuro brillante.
Y lo último era convencerse a sí mismo. ¿Realmente era el futuro tan brillante? ¿Qué había detrás de aquella emperatriz? La situación le continuaba pareciendo demasiado buena, demasiado fácil. Pero si algo sabía de aquella mujer era que su inteligencia no era como la de cualquier presidentucho de tres al cuarto. La había notado fría, calmada, dominando la situación en todo momento. Si tenía intenciones ocultas, ulteriores a las que habían confesado, las iría expresando poco a poco, en su momento y calculando cuándo serían mejor recibidas. Se centraba en conseguir lo inmediato e ir poco a poco picando después el resto de su recompensa.
Exactamente igual que haría él. Aquella mujer era una estupenda negociadora, no tenía duda. La mejor forma de estar a la altura y tratar de ir un paso por delante era saber el máximo de cosas posibles sobre ella. Y solo había un sitio de donde sacar la información.
Cleo yacía despatarrada tumbada sobre el sillón de control de la cabina de su navecilla auxiliar. Se había quitado el odioso vestido nada más entrar al aparato, pisando la larga cola y saliendo toda ella por el cuello, mientras se lanzaba sobre el puesto de mando suspirando de alivio y placer mundano.
Los primeros veinte minutos de viaje los había dedicado a algo a lo que siempre daba mucha importancia: descansar. No había pensado en nada más que en lo cómodo que era aquel sillón, en lo suave que resultaba su tacto directamente sobre su piel y en lo relajantes que resultaban las estrellas inmóviles en su ventana de visualización externa.
Pero después se había obligado a volver al mundo real. Obligó a su cuasi tricentenario cerebro a hacer clic y regresar a su cavidad craneal. La primera parte de la misión estaba cumplida, pero era solo una parte, aún quedaban más, y probablemente fueran más complicadas.
Ahora iba en camino hacia ese Anneru, el cual le generaba muchísimas dudas. Gracias a la antiquísima red de microcámaras y micrófonos nim que había en la Tierra desde hacía siglos, tenía bien controlado lo que ocurría allí. Era gracias a eso que sabían cómo funcionaba el mundo humano. Conocía a Manuel perfectamente antes de haberlo visto por primera vez. Conocía sus hechos y de forma general, su vida y su personalidad.
Pero de este Anneru apenas sabía nada. A parte de referencias a ellos hechas en la propia Tierra, la información sobre los planetas exteriores era escasa. Aquella red de información de la cual Cleo se nutría databa de los años anteriores a la expansión humana por el universo, y en consecuencia, no llegaba a esos planetas colonizados.
Sabía que Anneru era hijo de un empresario norteamericano y una modelo portuguesa, y que había nacido en el propio Leao. Que ese planeta del que provenía, era uno de los colonizados más antiguos y a la vez, más alejados físicamente del Sistema Solar. Que era uno de los planetas más desarrollados económica y socialmente y que habían emprendido una cruzada bélica para acabar con una supuesta tiranía fiscal de la Tierra hacia los planetas exteriores. Cruzada que ella pretendía provechar ahora para sus intereses.
Pero no sabía nada más. El hombre tendría unos cuarenta años, pero no sabía si era un líder carismático o un papanatas o un muñeco teledirigido como Al Fahri. No conocía la imagen que la gente tenía de él, ni siquiera en su planeta. ¿Era querido o era simplemente soportado?