La presión espacial

(27) T10 - Tren

El firme y continuo traqueteo del tren le estaba dando somnolencia y lo agradecía. Habían sido unos días intensos desde que había tomado la decisión de partir y además, los dos tipos que tenía sentados delante de él llevaban medio camino de cháchara y le estaban poniendo la cabeza como un bombo.

Ahora que por fin parecían haber callado ansiaba dar una cabezadita, a ver si podía quitar de su cabeza los miles de millones de dudas que aún la rondaban.

Al menos esta vez, las dudas no eran sobre su propia decisión. Lo tenía claro, que debía ir a Barcelona era algo que no admitía discusión alguna. Las dudas, esta vez, se referían a aquello que se encontraría cuando llegara.

Un par de días antes había visto a su amigo muerto en el suelo de la plaza. Ni siquiera había podido asistir a su funeral que, por vicisitudes de ser más pobre que las ratas, se había realizado esa misma noche en la más profunda intimidad de que sólo estaba su mujer y un par de personas más.

Después, ni siquiera había podido ver a Carmen. Había ido a su casa al día siguiente, pero le habían dicho que ella misma había decidido quedarse en el monasterio donde, por caridad, habían enterrado a su hombre. Allí también le habían ofrecido quedarse realizando labores de limpieza en el lugar y ayuda a los monjes. Era uno de los pocos monasterios católicos que quedaban en todo el mundo y Teo pensó que la mujer al menos estaría bien atendida en sus últimos años de vejez, y dejaría de comer basura. Aunque también se había quedado sin su amor y tendría que cumplir los extraños e intransigentes ritos de la religión.

Esa misma noche había recibido también la noticia de que debía devolver su portátil. Aquello, que era en teoría algo normal, algo con lo que contaba desde que le habían despedido, era lo que le había hecho reventar.

Había constatado en sus propias carnes y de primera mano cómo cuando uno se encuentra al límite, son las molestias más pequeñas y cotidianas las que lo hacen saltar. Las que hacen que uno diga: “basta, hasta aquí”.

Después, había pasado un día entero preparando el viaje y se había sorprendido a sí mismo sintiendo una cosa que llevaba milenios sin sentir: esperanza. También tenía una cosa de la que había carecido durante casi toda su vida: una meta.

No es que de repente fuera la persona con mejor humor y ánimo del planeta, desde luego, seguía teniendo de trasfondo toda la historia de su vida y seguía teniendo las dudas de si todo aquello serviría para algo en realidad, pero al menos de forma inmediata, delante de sus ojos, tenía un destino y una misión.

Necesitaba hacer algo: si se quedaba en casa sin más y encima se llevaban su portátil le habrían comido las propias paredes. Habría acabando echándose por el hueco de la escalera, como le había vaticinado Doug.

Doug. Se había despedido de él por la mañana, después de pasar buena parte de la madrugada preparando el equipaje. Lo más importante era el portátil. Le daba igual, en realidad, que le fuera a servir para algo o no. Lo importante era que no se lo quedara la empresa. No por utilidad ni por funcionalidad: por pura rebeldía. ¿Le amenazaban con partirle las piernas? Que le buscaran en Barcelona, si tenían ganas.

Doug había estado de acuerdo y le había ayudado a decidir y meter en aquel mochilón todo lo que debía llevarse. Había esperado que acabara picándole la curiosidad y queriendo acompañarle, hasta había pensado como “exigir” el acceso de su amigo americano al Grupo Pueblo Defensor, si es que se dignaban a acogerlo a él primero. Pero su vecino, aunque se mostró animado por su decisión, no hizo el menor atisbo ni dio la menor señal de querer ir con él.

Aquello era lo único que le había llegado a generar una pequeña indecisión, pero la había desechado al instante y se había despedido de él con un abrazo.

Con su mochilón había partido a la estación de tren, situada algo más allá del polígono industrial, pegada al muro de la Ciudad. Tras un pequeño rato, el primer mercancías internacional con parada en Barcelona había parado y se había subido a él, junto con otras cuantas personas.

Nada más subir había cogido sitio en uno de los vagones de grano. Allí podía sentarse en el suelo y estar medianamente cómodo, utilizando su mochila como cojín para apoyar la espalda. Pero su fortuna al escoger el lugar se había vuelto contra él con aquellos dos compañeros que tenía justo enfrente, que habían pasado el viaje parloteando como cotorras. Su esperanza de echar una pequeña siesta se había ido al garete.

Ahora por fin, llevaban un par de minutos callados, y Teo pensó que podría de una vez terminar de relajarse. En lugar de eso, vio como uno de los tipos se levantaba y se le acercaba, tambaleándose por el traqueteo del tren.

—Y tú, ¿ande vas? ¿Barcelona también? —le dijo, con marcado acento andaluz.

Teo se fijó en el tipo. Llevaba un sombrero raro de color blanco y una ropa que se podría describir como “elegantemente barata” o “económicamente elegante”. Era uno de los que antes no dejaba de parlotear. Ahora su víctima se había cansado y buscaba una nueva, al parecer. No tenía ganas de hablar, pero tampoco podía escapar de ahí sin ser demasiado grosero, así que contestó.

—Si, a Barcelona… ¿Y tú? —¡Mierda, ahora le he dado cuerda! Pensó.

—Yo sigo hasta Perpiñán. Despierta, hombre, que aquí no te pués quedar dormío. Y menos con ese bolsón que me llevas. ¿Qué llevas ahí? ¿Un muerto, quillo? – el hombre del sombrero sonrió.

—¿A ti que te importa? —Teo no quería ponerse violento ni poner violento a nadie. Sabía que en aquel vagón habría gente de todo tipo. Desde familias enteras en busca de un nuevo lugar donde buscarse las lentejas, hasta gente de malas costumbres e intenciones, pasando por decenas de parias como él, que no hacían más que desplazar su miseria de un lugar a otro. Y gente rara de todo tipo, desde luego. Como aquel hombre. Lo mejor era marcar de inicio una barrera de desconfianza.




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