La presión espacial

(33) C11 - Humanidad

Al día siguiente de la cena con Manuel, Aliz se despertó como si un tranvía, un tren, un autobús y un tractor le hubieran atropellado repetidas veces cada uno, por turnos. Estuvo un buen rato mirando el techo, tratando de recordar dónde estaba y qué coño estaba haciendo allí.

Al poco, su cuerpo se acostumbró al malestar general y su cerebro comenzó a darle la información deseada, no sin grandes lagunas.

Pero recordó dónde estaba y porqué, y cuando poco a poco fue recordando más detalles de la noche anterior se fue muriendo de vergüenza.

Ya no podía evitarlo. Lo hecho, hecho estaba. Se arrepintió de haber bebido de aquel brebaje, pero vaya, qué rico estaba. Se había notado alegre, dicharachera, con ganas de mejorar la relación con aquel Manuel, con ganas sinceras de conocerlo, de saber más cosas de la Tierra, con un gran ánimo. Su experiencia con el alcohol era casi nula y no se dio cuenta de que todo esto eran señales de que el vino estaba haciendo sus efectos.

Si hubiera sabido cómo actúa la bebida o hubiera tenido más experiencia, probablemente habría detectado esas sensaciones como avisos que le decían que debía moderar su ingesta. Pero apenas había bebido algo con alcohol un par de veces antes, en su planeta, y siempre en situaciones controladas donde ni siquiera había llegado a notar nada de todo aquello.

Ahora ya estaba hecho, se volvió a decir. Al menos ya conocía la experiencia para la próxima vez, si es que la había, porque como todo buen resacoso, en ese momento lo único que pensaba era en no volver a probar una gota de alcohol en su vida.

Se lo echó en cara a sí misma. No podía cometer esos errores. Eran precisamente los errores que se esperarían de una novata. Ella lo era y sería perfectamente comprensible que cualquier persona en su situación los cometiera, pero ella misma se exigía más que a cualquier persona.

Era la ayudante de la emperatriz. Uno de los cargos más importantes de todo su planeta. Debía ser exigente si quería respetarse a sí misma. Si aquello le hubiera pasado en su planeta y se hubiera hecho público, probablemente habría tenido un gran problema. Pero, la cosa es que no estaba en Iilnirev, y en su planeta nadie le habría puesto cuatro vasos de vino y una copa de champán para emborracharla.

Porque tenía muy claro que eso es lo que había pasado. Sabía que los humanos eran más voluminosos y que muy probablemente Manuel aguantara bien esos cuatro vasos y más. Pero también sabía que Manuel no era ningún tonto, y que si se los había puesto a ella era porque tenía un objetivo, no por un simple descuido o por falta de información.

Aquel desgraciado la había emborrachado a propósito con la intención de sonsacarle cosas que no habría dicho estando sobria. Le vino a la cabeza en ese momento que él no sólo la había intentado sonsacar, sino que le había llegado a proponer un trato, o a ofrecerse como aliado si la emperatriz la abandonaba, o algo así. ¡Valiente gilipollas! Ella sabía de sobra que la emperatriz no la iba a traicionar. Nunca lo haría.

¿O tendría razón aquel capullo y su emperatriz estaba dispuesta a declararla un daño colateral? No quería desconfiar de Cleo, pero la verdad es que no veía cómo podría rescatarla si finalmente traicionaba a Manuel. Y después de conocer cómo era aquel Manuel, casi le daban ganas de que ella lo traicionara, aunque fuera en detrimento suyo.

Estaba hecho un lío.

Decidió no informar a su emperatriz de nada de lo que había pasado. No quería darle muestras de su inexperiencia, por muy comprensible que fuera. También le habría gustado comentar con ella y volver a consultarle si realmente iba a cumplir su palabra con el gilipollas de Manuel. Pero sabía que no hablaría pues ya le había dejado claro la vez anterior que él escuchaba sus conversaciones.

Así pues, lidiaría con aquello ella sola.

Si había tenido alguna duda de que Manuel la observaba incluso cuando estaba en su habitación, que no la tenía, la habría disipado en el momento de salir de la misma. De forma “casual”, Manuel pasaba por el pasillo justo en ese momento, encontrándoselo casi de bruces al salir.

—Vaya, me viene perfecto, justo iba a buscarte —le dijo ella.

—Oh, Aliz, que casualidad. Iba a las dependencias del presidente —disimuló él, sin éxito— ¿Cómo estás? Lamento mucho lo de anoche, no debí dejar que bebieras tanto. O no debí ofrecerte vino, en primer lugar.

Aliz no estaba para demasiadas tonterías y, con la puerta de la habitación todavía abierta, cogió de un costado de la camisa a Manuel y estiró de él hacia adentro de la habitación.

—Aquí hablamos mejor —dijo ella—. Mira, no recuerdo muy bien qué pasó anoche. Sé que cenamos y hablamos, y bebí demasiado. Sí, probablemente no deberías haberme dejado beber tanto, o no haberme ofrecido. Pero por mi parte tampoco estuvo bien, yo podría haberme negado o haberte pedido que me sirvieran otra cosa.

—Yo… sólo puedo disculparme. Los invitados suelen gustar de acompañar la cena con uno de nuestros vinos. Supongo que fue la fuerza de la costumbre

—Ya… —contestó Aliz, que no se creía ni jota— Mira, tú y yo sabemos cuáles eran tus pretensiones. No te preocupes, no voy a informar de ello a la emperatriz, ni nadie va a saber nada de esto. Ya te lo he dicho, mi actuación tampoco fue acertada y no me interesa que se sepa. Pero no vuelvas a intentar aprovecharte de mí.

—Yo… lo siento mucho, de veras —Aliz tenía que reconocer que la cara de aquel hombre, bajo sus gafas y su cabeza sin pelo, era de sincera pesadumbre. O lo sentía de veras o sabía fingir muy bien, aunque se inclinaba por pensar esto último—. Fue un gran error por mi parte.

—Bueno, ya está. Mantengamos esto entre nosotros y se acabó —zanjó el asunto— ¿Necesitas algo hoy de mí? ¿Cómo es que vas a ver al presidente, ha pasado algo?

—Pues sí, de hecho, después del presidente tenía que venir a verte a ti, sí o sí. Al parecer, a tu emperatriz le ha parecido oportuno reventar un asteroide y ahora tendremos que salir a explicar por qué. Y a menos que te haya contado algo, vamos a tener que inventárnoslo, porque no tengo ni idea de qué decir.




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