—Me cago en todo, chaval. No sabes la suerte que has tenido de que haya sido yo el que me he encontrado contigo.
Tomás, visiblemente malhumorado, miraba directamente a Teo desde la altura, pues este se encontraba sentado en una silla con las manos atadas a la espalda.
—Pues ya que te pones, podrías desatarme… no voy a hacer nada —dijo Teo.
—No, espera un rato. No molesta tanto, ¿no? Te las he dejado bastante sueltas. Lo siento, Teo, pero voy a tener que ir a avisar de que estás aquí. Trataré de suavizarlo, pero no prometo nada.
Teo y Tomás se encontraban en una nave industrial de aspecto bastante destartalado que se encontraba en la segunda línea de edificios desde la calle. Era un lugar oscuro, húmedo y lúgubre, pero no daba miedo. Por centro, parecía un almacén o un lugar de apoyo a una obra a medio terminar. Teo estaba bastante relajado. Se había cagado encima cuando le habían saltado sobre la espalda, pero al reconocer a Tomás todo el miedo se había disipado. No es que tuviera una extrema confianza con aquel militar, pero “lo conocía” y aquello era suficiente cuando te encuentras a trescientos cincuenta kilómetros de tu casa.
—Podrías decírselo a mi madre ¿Está aquí? —preguntó el valenciano.
—Sí, está aquí. Se lo diré si me dan permiso. Primero tengo que informar a mis superiores. Avisé antes de que había visto movimientos extraños, debo decirles lo que he encontrado.
—¿A Rül? Dile que es que lo he pensado mejor. En casa me estaba comiendo la locura. Quiero colaborar, como sea —Teo pensó que no perdía nada mostrándose un poco desesperado y deseoso de acceder a la organización. Al fin y al cabo, ese era su objetivo y no quería que se pudieran malinterpretar sus intenciones al ir allí.
—No, a Rül no. Él sí se ha marchado. Más bien a sus jefes, que también son los míos. Rül no es mi jefe en absoluto.
Teo pensó que la forma en la que vio a Rül dar órdenes a Tomás en el hotel no apoyaba estas palabras, pero no quiso comentarlo. Tenía las manos atadas a la espalda y el único que podía desatarlo era él, era mejor no tocarle (más) los cojones. Además, aunque seguía imponiéndole físicamente, Tomás no le parecía un mal tipo. Sí, era serio y tenía aspecto rudo y trato de tipo duro, pero, a fin de cuentas, ese era su trabajo. Teo pensó que no sería mucho mayor que él, pese a su insistencia en llamarle “chaval”. Por alguna razón, tampoco le parecía mal que lo hiciera: con el tamaño que tenía, Teo se sentía un chaval a su lado.
—Está bien. Hazme el favor, no te muevas de aquí —continuó el militar—. Les informaré y volveré a por ti. Intentaré que me manden a mí sólo. Tengo algún compañero que es un poco gilipollas con los prisioneros.
—¿Prisioneros? ¿Tenéis más?
—Ahora mismo, no. Pero los hemos tenido. Y es mejor que venga yo sólo. Créeme.
—No me opondré a ello —reconoció Teo.
Teo vio como el gigantón cerraba la puerta metálica de la nave tras agacharse para salir por ella.
Se quedó pensando… “no te muevas de aquí”, menudo cachondo. El tío le había dejado allí en la silla, al lado de un pilar en todo el centro de la nave industrial, bien atado con las manos a la espalda rodeando el respaldo. Era imposible que pudiera moverse de allí, aunque quisiera.
Sólo por probar, trató de levantarse de la silla, pero no pudo. Sus manos, aunque no sentía ningún tipo de presión ni molestia más que la de la propia incomodidad de mantener la postura, estaban bien aseguradas por detrás del respaldo de la silla, de tal forma que si él se levantaba, la silla se levantaba con él.
Se volvió a sentar y pensó que era mejor dejar de hacer el gilipollas. Estaba donde deseaba estar. No en la situación en la que quería, desde luego, pero eso se arreglaría pronto. Suponía que no debía haber ningún problema en “acoplarse” al grupo si apenas unas semanas atrás se lo acababan de proponer.
¿O sí lo había?
De repente, a Teo le vino a la cabeza un nuevo miedo. No lo había tenido en cuenta porque cuando recordaba la relación que había tenido con ellos se acordaba de que su madre estaba allí, y de aquel Rül que no parecía más que un fantasma. Pero esa gente eran miembros de un grupo terrorista. Sí, uno que quizá tenía de terrorista más el nombre que otra cosa, por lo que él sabía, pero autodeclarado terrorista, al fin y al cabo. No era gente con la que se debiera ir jugando.
Para distraerse, empezó a mirar hacia todos los lados, a ver lo que había por allí. Tenía que alejar su cabeza de ese tipo de pensamientos.
Mientras su pie derecho daba saltitos con la puntera apoyada en el suelo, miró a todos lados pero no vio nada que le llamara poderosamente la atención. Como le había parecido en un principio, aquello era un almacén de obra, ni más, ni menos. Había un par de máquinas excavadoras pequeñas, un par de pilas de ladrillos, un montón de arena, un montón de herramientas con palas, rasquetas, niveladoras, cuerdas y otro material apilado.
No parecía llevar mucho tiempo allí. Pudo ver que en el polvo del suelo había huellas de pisadas y de rodadas de tractor y no supo si esa información le serviría para algo, pero al menos, pasó el tiempo hasta que el militar volvió.
—Hoy es tu día de suerte, chaval. Están de reunión y casi me echan de allí a mamporros. Me han dicho que haga contigo lo que me de la gana —dijo, mientras cerraba la puerta metálica tras de sí.
—Me alegro… supongo.
—Sí, chaval, sí. No hay ningún problema. Te habría dado un sopapo por darme este susto en lugar de decir que sí directamente cuando te vimos en Valencia, pero aparte de eso, no tengo nada contra ti.
Se acercó y comenzó a desatarlo. Teo quitó las manos en cuanto pudo y sacudió las muñecas.
—Digo… lo mismo le apetece darme una paliza o algo, ya que me tiene aquí, ja ja ja —bromeó Teo, sintiéndose muy aliviado.
—Je, je, ya te lo he dicho: te la merecerías —respondió Tomás, mientras dejaba la cuerda con la que lo había atado en el montón de herramientas— ¿Qué coño haces aquí a medianoche, si es posible saberlo? ¿No podías venir mañana?