Manuel miró a aquel tipejo que se había presentado allí de repente para solucionarles el problema y se dijo que debía ser cauto. Hacía bien poco que acababa de comprobar que las soluciones caídas del cielo no eran de fiar.
El chico era joven, no llegaría a los treinta, y había entrado unos minutos antes para llevarles unas galletas. Ahí tenía que haber escuchado algo de su conversación y ahora había decidido suicidarse, el muy pardillo.
O eso o, si conocía el plan completo, podía ser alguien que trataba de destaparlo. Había que ir con mucho cuidado.
—Está bien, chico. Siéntate ahí. Vamos a ver qué cuentas.
Le dijo con confianza. Si finalmente resultaba ser un pardillo, lo más importante era eso: que se sintiera confiado.
Manuel había llegado a Bacerlona esa misma tarde, después recibir el día anterior una llamada inesperada en el teléfono privado de su despacho en Dubai. Aquella llamada no había hecho más que reafirmarle en sus pensamientos y sospechas, y darle una segunda opinión sobre sus preocupaciones. Una segunda opinión inteligente y llena de sabiduría. Por eso se había cabreado tanto cuando ella se había ido.
Lola, desde su casa en la playa del norte de la provincia de Barcelona, le había hablado desde el auricular durante más de tres horas, y se había despedido con sorna:
—Entonces, la conclusión a la que hemos llegado es que te han hecho falta tres horas de charla conmigo para confirmar lo tonto que eres.
Él le había contestado de forma afirmativa, pues no podía hacer otra cosa que reconocerlo. Si se miraba bien adentro, había desconfiado desde el primer minuto, o al menos, desde que aquella emperatriz le había dicho que iría a reunirse con aquel Anneru. Desde ese mismo momento tenía que haberse dado cuenta, y haber evitado todo lo que vino después.
Ahora, después de haber explicado al mundo la visita de la emperatriz nim, de haber dejado a Aliz hablarle al mundo, de haber indicado las intenciones de permitir al planeta de aquella especie unirse a las Naciones Unidas, no tenía vuelta atrás.
Aquella emperatriz se la iba a jugar y hablar con Lola sólo le había servido para confirmarlo al cien por cien, para reafirmar sus propios pensamientos.
Pero tenía que reconocer que lo necesitaba.
Y lo necesitaba, en realidad, por culpa de aquella Aliz. Había conseguido darle pena. A él. O era muy buena actriz o la pobre seguía pensando que su emperatriz no la traicionaría. O eso o estaba muy segura de que tenía una escapatoria… hasta la noche en la que la había llevado a la Ciudad. Desde entonces, la chiquilla no había salido de la habitación.
O sí, en realidad, lo había hecho una sola vez, aquella misma noche del tour por Dubai. Para avisarle, entre llantos, que le habían robado su pulsera y que era muy importante para ella porque le servía para comunicarse con su emperatriz. La pobrecilla llevaba tal soponcio que no había podido evitar darle un abrazo.
Él, naturalmente, cuando había recibido la pulsera de manos de uno de sus agentes de seguridad, la había guardado en un cajón de seguridad oculto en su propio despacho. No sabía si aquel artilugio llevaba un sistema de localización por parte de la emperatriz, así que lo mejor era que no anduviera demasiado lejos de donde se suponía que estaba Aliz. Pensó en lo impresionantes que eran los rateros de aquella ciudad… la propia nim le había dicho que el cierre de aquella pulsera utilizaba la más avanzada tecnología de su planeta.
Después de eso, ni rastro de la pobre, había permanecido encerrada en su habitación y él la había dejado estar. Toda esta situación le hacía tenerle algo de empatía, aunque fuera de forma inconsciente y aquello es lo que le hacía dudar: no le entraba en la cabeza que la emperatriz la hubiera dejado allí y se hubiera resignado a perderla.
Pero después de la llamada con Lola había conseguido verlo de otra forma. La propia Lola se lo había dicho: lo más probable es que hubiera algún plan entre las dos que necesitara de aquella pulsera:
—No hagas caso a las lágrimas de cocodrilo. Me sé muy bien esa técnica. Guarda bien esa pulsera porque puede ser la clave de todo esto.
El había aceptado el consejo.
Después, la española le había puesto al día.
Desde que se había marchado del Palacio, había vuelto a España, como le había dicho que haría. Fuera de la política oficial, se estaba dedicando a cerrar chanchullitos ocasionales mediando entre gobiernos locales y empresas privadas ávidas de contratos públicos. Vivía en una bonita villa y tenía seis veces menos trabajo que antes.
Pero le preocupaba la situación. No sólo por Manuel, al que apreciaba, sino por la Tierra en general. Le había dicho al asesor en su despedida que emigraría en caso de ser necesario, pero lo cierto es que no le apetecía nada. Y también conocía gente que no podía emigrar y no quería que sufrieran.
En uno de esos chanchullos había conocido a un tal Oriol, que era un líder de un grupo semirevolucionario que operaba en toda la península. Y entonces se le había ocurrido algo.
Y ese algo había motivado la llamada a Manuel. Ese algo y las ganas que tenía de escucharle.
La conversación había concluido con aquella sarcástica frase, no sin antes haber acordado el acercamiento de Manuel a Barcelona para conocer al tal Oriol y el plan, ese “algo” que había ideado Lola. Para eso y para verla a ella, claro.
El viaje fue tranquilo y sencillo. Antes de subir al avión se había colocado una buena peluca y unas lentillas y cada vez que miraba su reflejo en la ventanilla le daban ganas de reír. Duró algo más de seis horas, pero gracias a moverse contra los husos horarios, aunque había salido a las dos de la tarde de Dubai, había llegado antes de las siete a Barcelona. Una vez allí, la cosa se había complicado un poco más.
Lola había ido a buscarlo al aeropuerto, también convenientemente caracterizada. Pero debían llegar a su destino de forma completamente invisible, así que el trayecto incluía un pequeño viaje en coche al sur de la Ciudad, y el uso de un pequeño submarino desde la costa, a unos veinticinco kilómetros, hasta la isla de Montjuic, pegada a la costa más al norte.