La presión espacial

(37) A11|C12 - Matarratas

Chase estaba de nuevo en su despacho de la nave, de donde cada vez salía menos. Con la cara metida entre las manos y los codos apoyados en las rodillas, sentado en el sillón, miraba al suelo.

Todo se desmoronaba a su alrededor y para añadir un nuevo sufrimiento, se estaba dando cuenta de que el pegamento que cohesionaba a sus hombres no era él, sino su amigo, Massiev.

Era normal, en realidad. Ellos siempre se relacionaban con Massiev, no con él. Massiev era la cara visible, su mando más alto, el hombre más respetado. Sí, él estaba oficialmente por encima, desde luego, pero el subconsciente no entiende de oficialidades.

Había tenido que despedirlo de la misión. Además de aplicarle una sanción económica importante y desproveerle de su puesto, claro. Todo ello sin verle la cara. Se negó. Le dió la orden de volver al planeta antes de que pudiera regresar a la flota, y el rubio así lo hizo, sin rechistar esta vez.

Ahora el propio Chase era el Gobernador del planeta, su dueño y el capitán general de las fuerzas armadas.

Y no era por ambición, sino por pura necesidad. El hecho de que sus hombres se relacionaran habitualmente con Massiev y no con él, también quería decir que él apenas conocía bien a ninguno. No podía confiar en nadie y para evitar luchas intestinas, se autoproclamó y sustituyó él mismo a su amigo.

Pero lo hizo solo en el organigrama. Tampoco tenía idea de lo que hacía Massiev habitualmente ni de como gestionar un ejército. Y esto atrajo nuevos problemas.

Si antes del desafío de Massiev ya había suspicacias con respecto a aquella alianza nim entre los altos mandos y los soldados, ahora se habían multiplicado por diez. Y habían sobrepasado el nivel de la suspicacia.

El día anterior se habían presentado en su despacho nada menos que seis capitanes de nave. Le presentaron su dimisión amablemente y aceptaron si se les tenía que aplicar alguna sanción, incluso si tenían que marcharse del planeta Leao a vivir en otro sitio.

Chase ni siquiera los castigó. Una pequeña sanción económica. Incluso les dejó llevarse una de las naves pequeñas para volver a casa. No había tenido corazón para hacerles nada más. Si él mismo hubiera podido, se habría marchado en ese instante.

Pero de nuevo, las consecuencias de ser misericordioso se habían presentado: ahora mismo, acababa de marcharse por la puerta un soldado raso que le había informado de que tres capitanes más habían seguido el destino de los otros seis. Estos, sin siquiera ir a visitarle ni presentarle una dimisión ni unas explicaciones. Por su cuenta.

Pensó en dar la orden a otras tres naves de salir y perseguir a la que estaba escapando, pero se dio cuenta de la inutilidad de tal acción. Pondría a parte de su gente en contra de otra parte de su gente. O peor aún, pondría a más gente en contra suya. Tampoco podía quedarse sin hacer nada, así que informó al planeta. Si arribaban allí, les esperaría una sorpresa. Aunque siempre estaba la posibilidad de que aquellos tres se olieran algo y prefirieran ir a otro sitio. En ese caso, cuando todo acabara, se encargaría de ellos. Si podía.

Si podía.

Llevaba días sin ver a la emperatriz, pese a que ella permanecía en su navecilla auxiliar, en el espacio, cerca de su flota. Eso no le generaba ninguna tranquilidad, pero tampoco había querido pedirle ayuda. Aún le quedaba algo de orgullo.

Sin embargo, unas horas atrás, había sido ella la que le había llamado: le dijo que haría algo para tratar de ayudarle, si que él le dijera que necesitaba ayuda.

No sabía muy bien como sentirse con respecto a eso. A estas alturas, ya no sabía bien como sentirse con respecto a nada. Por un lado, si todo salía como ella decía que saldría, la cosa podía ir bien. Quizá hasta pudiera recuperar algo del prestigio que estaba perdiendo y que seguiría perdiendo en los próximos días. Por otro lado, viendo cómo todo el mundo huía de su lado, hasta él mismo comenzaba a dudar de su propio juicio.

En la nave auxiliar nim, Cleo se estaba dando un relajante baño en ese mismo momento. Aunque su ánimo era mucho mejor que el de Chase, su tranquilidad tampoco era absoluta: había recibido una noticia que esperaba, pero que no por esperada le generaba menor ansiedad.

La noticia era bien sencilla: la pulsera de Aliz había mandado la señal que emitía cuando dejaba de estar en contacto con su piel. Y llevaba así más de un día.

La pulsera, desde luego, estaba equipada con la máxima tecnología en escudo y un sistema de comunicación, además de un cierre de seguridad propio de los últimos avances nim. Si esperaba que aquello ocurriera era únicamente porque aún sabiendo todo eso, sabía que para parar a los rateros terrestres, no sería suficiente. Y también sabía que Manuel se encargaría de buscar a alguien que le hiciera el trabajo.

Porque evidentemente, la pulsera la tenía él. El localizador indicaba que se encontraba en el propio Palacio. Y el mal funcionamiento del aparato, eso sí, quedaba descartado. Sus ingenieros podían tener falta de experiencia en sistemas antirrobo, ya que en Iilnirev los robos eran casi inexistentes, pero en cuestión de fiabilidad, eran los mejores.

Dos horas después, Chase recibió a Cleo en el hangar de su nave principal. La vio bajar de su “patata naranja” con sus andares flotantes y su vestido cambiante. Esta vez, estaba solo y todo era muy distinto a la última vez que ella había estado allí.

Chase no pudo evitar sentir una punzada. Él no había elegido aquello, pero era lo único que podía hacer. Aquella mujer que bajaba ahora por la escalerilla, mejor dicho, aquel alien con aspecto de mujer, era la razón de todo su sufrimiento y al mismo tiempo su única salvación.

—Bienvenida de nuevo.

—No tan bienvenida —ella alargó la mano para que él se la estrechase—. ¿Estás solo?

—No del todo, pero casi. Se me está yendo la gente. Desertores… —dijo Chase, apesadumbrado.

—¿Qué hiciste con tu amigo?




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