La presión espacial

(39) M8|T14 - Quien no juega, siempre pierde

Manuel estaba a tope.

Era el día decisivo. Tenía plan A, plan B, plan C… casi se le acababan las letras del abecedario. Todo estaba bajo control. Aquel día podía acabar de muchas maneras diferentes, pero en todas ellas había algo coincidente: él salía ganando.

No había dejado cabos sueltos, se sentía satisfecho de su propio trabajo y de las decisiones que había tomado.

Su viaje a Barcelona había sido productivo y no solo había abierto el abanico de posibilidades de las cuales aprovecharse, sino que además, había resultado enormemente beneficioso para su salud.

Habían preparado el “show”, habían encontrado a alguien lo suficientemente tonto como para prestarse voluntario, y después se habían marchado de fiesta a un reservado que Lola tenía alquilado en una conocida discoteca catalana. De ahí habían ido a la casita que Lola tenía en la playa, que quedaba bastante alejada de la Ciudad, en una zona privada, vallada y con vigilancia extrema. Manuel, presa del exceso de alcohol y otras cosas, había caído en la cama nada más llegar y ahí se había quedado.

Pero por suerte para él, no era el único que tenía ávidas ganas de sexo y unas horas después, Lola le había despertado de una forma muy agradable. Habían pasado todo el día siguiente retozando en su piscina privada y pasando de ahí a la cama y de la cama la piscina, con breves descansos para comer. Lo había pasado tan bien que había decidido alargar su estancia un día más, y había sido otra decisión excelente: para el segundo día de retozos, tanto él como ella estaban más que saciados y comenzaban a sobrarse el uno al otro. Momento perfecto para marcharse sin echar nada en falta.

Al llegar al Palacio, se había encontrado con noticias algo sorprendentes, pero nada preocupantes. Al parecer, la chica nim había estado haciendo cosas raras. El primer día había sido bastante normal… había solicitado estar con los perros, había dado un paseo por el Jardín junto al Lago Verde y había comido y cenado sola, pero en el comedor, el mismo que habían usado cuando habían cenado juntos.

A partir del segundo día, sin embargo, la chica había estado comportándose de forma errática. Había pedido que le llevaran la comida a la habitación y en el pedido había incluido dos botellas grandes de vino tinto. Por la tarde había solicitado un “Masaje Imperial” del catálogo de masajistas oficiales y nada más terminar, había solicitado que le hicieran otro. Dos horas después la habían sorprendido corriendo desnuda recorriendo el contorno del Lago, y habían tenido que ir a solicitarle que saliera de allí cuando se había metido a nadar. Había vuelto a pedir la cena en la habitación y había ordenado un carro de comida, como para un regimiento. Al día siguiente otra vez había salido de su habitación y se la había visto andar desorientada, recorriendo lugares extraños del Palacio, se había llegado a meter hasta en uno de los conductos de ventilación. Luego, ni había pedido comida. Por último, la noche anterior había vuelto a pedir un montón de cena en la habitación y no había vuelto a salir de allí. Tampoco había solicitado limpieza ni había sacado los restos de las comidas: aquella habitación debía dar auténtico asco.

Al enterarse de todo esto, Manuel la había visitado sin demora y ella había salido a recibirle fuera de la habitación evitando, en todo momento, invitarle adentro. Se había mostrado excesivamente locuaz y deseosa, de forma casi obsesiva, de que llegara la reunión y así volver a ver a su “jefa”.

A Manuel le resultó bastante evidente que la muchacha estaba perdiendo el juicio.

Aquello le preocupó en ese momento, pero pasó a visitarla unas horas más tarde y entonces la encontró mucho más cabal y normalizada. Ella misma reconocía haberse encontrado un poco “fuera de sí” y se disculpó “si había cometido alguna falta desde el punto de vista de la moral terrestre”.

Aquellas palabras ya eran las palabras de una persona que tenía los pies en el suelo y aunque la chica aún tenía un mogollón cerebral evidente, eso lo tranquilizó.

En todo caso, ella era ya prácticamente innecesaria. Podía llegar a ser útil, pero formaba parte del plan G o como mucho el F. Si las cosas iban como tenían que ir, ella no sería más que un monigote más. Lo importante era que no se le fuera la olla para que Cleo no sospechara nada. Que estuviera a gusto y controlada hasta la hora de la reunión.

Por todo ello, pudo dormir de lujo, y ahora, después de desperezarse y darse una buena ducha, se encontraba lleno de ganas y excitación. El día decisivo empezaba. Había llegado la hora de jugar.

Su primera tarea era ir al aeropuerto a recoger a su “mano ejecutora”. El tal Teo, que le había caído bastante mal al conocerlo por alguna razón que no acababa de comprender, pero que iba a ser la pieza clave de todo el asunto.

El chico le había parecido un candidato nefasto, desde luego. Un pringado. El chaval era un inestable y saltaba a la vista. Le llamaba chaval, pero ya no era tan chaval y estaba bien claro en su mirada que dentro de él ardía el fuego de la venganza irracional, el tipo debía haber pasado alguna mierda bastante jodida.

Estaba tan confundido que podía llegar a pensar que cargarse personalmente nada menos que al presidente mundial era una buena idea. Manuel sabía que, en ocasiones, las personas que tienen ese tipo de problema de rabia ciega que nubla su raciocinio habitual, recuperan éste durante unos instantes. A veces, esos instantes pueden convertirse en largos periodos de duda, y esos largos periodos de duda se convierten en fallos o errores a la hora de llevar a cabo la labor para la que han sido encomendados.

En resumidas cuentas, Manuel no se fiaba un pelo de que Teo fuera a tener los huevos de cargarse al presidente, pero aquello no era importante tampoco, ya. Si lo hacía, actuaría de una manera. Si no, lo haría de otra. Cualquiera de las dos era perfectamente válida para sus objetivos.




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