La presión espacial

(41) C14|T15|M10 - La única forma de ganar es no jugar

Trece minutos necesitó Aliz para dejar de llorar, la noche en que le robaron la pulsera. Trece minutos que dedicó a autoflagelarse, diciéndose una y otra vez que no podía ser tan descuidada. Pero poco a poco su llanto fue amainando y dentro de ella, una vez desahogada su rabia, creció una nueva sensación.

Estaba harta. Harta de todo y de todos. No sólo de Manuel, también de la emperatriz. ¿Por qué la dejaba allí sola? ¿Por qué la había tratado como a un vulgar objeto? Sí, ya había pensado mucho sobre aquello y sabía que si la había dejado allí era con algún propósito más allá de ser una mera “prenda”. Pero, ¿el qué? Tanto secretismo la exasperaba.

Se dio cuenta de que no era nada nuevo, siempre había sido así, pero hasta ahora controlaba sus sentimientos. Ahora, ya no le daba la gana.

Su emperatriz la abandonaba y a ese Manuel parecía importarle poco las consecuencias que pudiera tener molestarla. Primero había sido lo de la cena, que ella había dejado pasar, pues se había avergonzado de su propio comportamiento. Pero esto no iba a dejarlo pasar. Ya estaba bien de tomarla por tonta.

Se levantó de la cama y fue al baño. Antes de dejarla, Cleo le había dicho que si había algún sitio sin cámaras, era allí. Se miró al espejo, un poco demasiado alto para verse la cara completa, pero suficientemente bajo para mostrarle sus propios ojos.

Rojos como tomates por el llanto reciente, frunció el ceño y le soltó un puñetazo al lavabo.

No iba a volver a ser el último mono. Ese Manuel jugaba con ventaja, ella era la víctima, la que estaba allí vigilada, fuera de su entorno, alejada de todo cuanto conocía, y él no hacía más que intentar aprovecharse de ello.

Eso se había acabado. Ahora sería ella quien fuera por delante.

Una de las muchas enseñanzas que obtuvo de su madre antes de morir, fue que nunca debía ir completamente desprotegida. Por mucha pulsera escudo que llevara, por mucho que pudiera tener agentes de seguridad cuidándola, por mucho que se sintiera segura… absolutamente siempre debía llevar consigo un mínimo kit de supervivencia.

El contenido de ese kit debía elegirlo ella, no era algo fijo, pero siempre debía tener uno. Ante cada misión, ante cada petición de su emperatriz, aunque fuera la mayor tontería, incluso en la tareas del día a día como hacer unas camas o limpiar unas ventanas, ese kit debía ir siempre con ella. Desde que se levantaba hasta que se acostaba.

Nunca había estado en una “misión” hasta ahora, pero sí que había acompañado a su madre haciendo labores cotidianas siendo más joven y ya entonces ella había llevado su kit, así como su madre portaba el suyo. La confección de esa salvaguarda era una especie de ritual entre madres e hijas ayudantes de la emperatriz.

Ahora iba a comprobar cuánta razón tenía su madre con aquel consejo. Desprovista de compañía y protección, era prácticamente lo único que le quedaba.

En el baño, abrió el grifo de la ducha al máximo, pero no se introdujo en ella. En lugar de eso, abrió uno de los cajones que había al lado del lavabo y sacó de allí una pequeña cajita. Una parte de su "kit".

Abrió el estuche y vació su contenido en el pequeño trozo de mármol que sobresalía por el costado derecho del mueble del baño. Cogió un pequeño palito que había salido del estuche, y con éste movió y arrejuntó lo que parecían cuatro o cinco motitas de polvo que también habían caído de la cajita. Después, cogió el último elemento que había allí, una minúscula jeringa. Con mucho cuidado, metió una de las motitas de polvo en la jeringa y la rellenó con una gotita de agua. Aquella jeringa tenía el tamaño aproximado de una chincheta, y Aliz se la colocó entre los dedos anular y corazón, probando su maniobrabilidad.

Cuando estuvo satisfecha, con el palito, volvió a meter las otras motitas de polvo en el estuchito, y éste en el cajón del baño.

Cogió la jeringa y salió de nuevo a la habitación. Allí, se forzó a recordar todas las cosas malas que le habían pasado en los últimos tiempos, tratando de hacerse llorar. No le costó demasiado y cuando estaba a lágrima viva, agarró el comunicador de la habitación.

Cuando la persona que estaba de servicio le contestó, ella empezó a gritar como una loca y a llorar con grandes llantos, diciendo que le habían robado y que quería ver a Manuel. El polaco se presentó allí en menos de cinco minutos.

—¿Qué ha pasado, Aliz? Me acaban de avisar… —Le dijo, nada más abrirle la puerta de la habitación.

—¡¡¡Me han robado mi pulsera!!! ¡¡¡Mi pulsera, Manuel!!!, ¿Por qué todo me pasa a mí? ¡Yo lo hago lo mejor que puedo! —Aliz lloraba y se mostraba como una piltrafilla indefensa, actuando lo mejor que sabía. Y al parecer, eso era bastante bien.

—Tranquila. Lo solucionaremos. Ha debido ser en el mercado ¿Era muy valiosa?

—¿Valiosa? Manuel, ¡era mi conexión con la emperatriz! ¡Así de valiosa era! Ahora no puedo hablar con ella.

—La recuperaremos. Voy ahora mismo a enviar patrullas a la zona. Algo así no puede andar por ahí descontrolado.

Con cada frase, Aliz se convencía más de que estaba haciendo lo correcto. Aquel desgraciado trataba de hacer como que él no tenía nada que ver. Ella no tenía ninguna duda.

—¡No puedo más! —dijo, y se lanzó a sus brazos, llorando.

Manuel se agachó un poco y la abrazó. Ella apretó bien fuerte.

Dos minutos después, lo veía alejarse por el pasillo, rascándose en el lomo, justo donde ella había clavado la aguja con aquel microscópico micrófono.

Ahora era ella quien tenía la sartén por el mango.

Corrió hacia el baño y sacó del cajón otro pequeño estuchito, de similar tamaño al anterior. Lo abrió y sacó un auricular. Pasó la siguiente media hora tratando de sintonizar la frecuencia exacta a la que emitía aquel micro. Sabía que la potencia era suficiente como para seguir a Manuel allá donde estuviera en la Tierra, siempre que no cruzara de hemisferio.

Finalmente encontró la frecuencia y cuando lo hizo, escuchó buena parte de la conversación telefónica que Manuel tuvo con Lola. Y aquello fue solo el principio.




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