Llegué a la ciudad de México cuando tenía apenas quince años, recuerdo que todo me pareció nuevo y muy abrumador. Cuando salíamos a Tepic para vender nuestras artesanías, nunca vi tanta gente como en este lugar, ni tantas señales de tránsito o reglas para caminar sobre la acera. La gente iba y venía por todas partes con mucha prisa, nunca se detenían para tomar un respiro, mucho menos para ayudarme a encontrar la dirección de mi tío. Me tardé un día en llegar a mi destino, no contaba con celular ni nada parecido que me pudiera ayudar a llegar más rápido. Esa noche tuve que dormir a la intemperie, oculta en el tobogán de un parque. Mi madre me había advertido que el crimen es bastante severo en las grandes ciudades, por lo que debía tener sumo cuidado y no confiar en nadie. Al día siguiente me levanté con el sol y fui directo al metro. Anteriormente me habían dado algunas señales para encontrar la casa de mi tío, pero la verdad no creí que fuera a ser tan complicado. Miré con atención durante cinco minutos el plano de las estaciones del metro, pero la verdad, con tantos colores y líneas sin sentido, parecía más una pintura que yo hubiese hecho a los cinco años que un plano de metro. Sabía que debía encontrar un lugar que se llamaba coyuya, cerca del Palacio de Bellas Artes, pero ya que no sabía leer, era inútil seguir mirándolo. Decidí que lo más fácil era subirme y dejar que me llevara a cualquier lugar, pensé que ya que viviría en esta ciudad por tiempo indeterminado debería comenzar a familiarizarme con ella. No me fue tan mal como pensaba, pues luego de tomar cinco rutas diferentes escuché la voz de una mujer por el alta voz que decía: “Estación coyuya, por favor antes de subir, permita bajar”. Me apresuré a bajarme del metro y traté de no golpear a muchas personas en el proceso, fue difícil pero lo logré. Una vez fuera del metro me concentré en buscar la casa azul de doble piso en donde vivía mi tío, lo que yo no sabía es que la avenida coyuya es espantosamente larga, pero ya que no tenía de otra, la recorrí hasta que di con la famosa casa azul. Cuando llegué tenía los pies tan hinchados que la correa del huarache ya se me había desabrochado. Toqué a la puerta con timidez y esperé un minuto hasta que alguien acudió a abrir. Por la puerta se asomó un anciano, con todo el cabello gris, tenía una piel morena color canela, muy parecida a la mía, vestía una guayabera blanca y unos pantalones café de pana.
—Buenas tardes—saludé— ¿aquí vive el señor Rubén Galván?
—No, aquí no vive—respondió el anciano y cerró la puerta de golpe.
Me quedé parada en los escalones como diez minutos desconcertada. La casa era la misma que me había descrito mi madre, había llegado hasta la avenida que me había indicado y aun así no podía encontrar a mi tío. Volví a tocar la puerta decidida a encontrarlo.
— ¿Qué?—preguntó el anciano al abrir de nuevo.
—Disculpe, pero quizá usted me pueda ayudar a encontrar a quién estoy buscando. Tal vez el señor Rubén vivió aquí hace tiempo ¿no?
—No niña, yo he vivido aquí toda mi vida—recalcó y volvió a cerrar la puerta.
Suspiré profundo y me senté en los escalones, comenzaba a ser frustrante el hecho de no poder dar con mi destino. Además, llevaba todo el día sin probar bocado, sentía un enorme agujero en mi panza y como si eso no fuera suficiente, mis tripas comenzaron a hacer exagerados ruidos.
—Ya lo sé, ya lo sé—le decía a mi barriga para calmar mi hambre—, pero no podemos comer nada hasta que no hallemos a mi tío.
En mi cabeza pasaban mil maneras de poder resolver mi problema, pero ninguna me convencía del todo. Así estuve sentada en los escalones hasta que comenzó a oscurecer. Mi hambre ya era insoportable para ese punto, pero las pocas empanadas que mi madre me había puesto en el morral se habían agotado hacía mucho tiempo. Al girar mi cabeza observé una llave de agua pegada a la pared, me levanté y fui a beber un poco, así se calmaría mi hambre un poco al menos.
El agua fresca entró por mi garganta y me revitalizó lo suficiente, llené mis manos con un poco más y empapé mi cara y cabeza. De pronto escuché la puerta de la casa abrirse y me asusté, pensé que el anciano podría molestarse porque yo estaba usando su agua y me escondí detrás de un matorral, sin embargo, eso no fue suficiente para despistarlo y de inmediato volteó hacia mí cuando oyó el ruido que hice al ocultarme.
— ¿Quién eres?—bufó— ¡sal de ahí ahora mismo!
Asustada hice lo que me pidió y salí de detrás del matorral.