¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿Una hora? ¿Dos? No sabía con exactitud, pero sentía como si la eternidad misma lo hubiese aplastado, mientras pensaba en esa palabra que abarcaba uno de los conceptos más amplios que se había planteado. Matrimonio.
Leander maldijo la primera Orden y la Gracia Divina con las peores expresiones que pudo pensar, aunque muy en el fondo de sí, sabía que era su culpa que la situación se tornara de esa manera. Y su decisión había arrastrado a una inocente nómada que no tenía nada que ver con su reino. Los hechos eran simples, complejos y terminantes, por lo que ni sintiendo el más pesado arrepentimiento iba a cambiar nada para él o para ella. Desde el día anterior en adelante, serían prisioneros de la gracia Divina. O marido y mujer, podría decirse también.
El rey se levantó atribulado, con la urgente necesidad de tomar aire y despejar su mente. Luego de ponerse una prenda abrigada y notar que su futura esposa dormía plácidamente, salió de allí. Le causó cierta conmoción la expresión pacífica de la nómada. Descansaba una mano en su frente y su boca sobresalía un poco, dándole un matiz juvenil y satisfecho a sus gestos.
Era la primera vez que una mujer descansaba en el mismo espacio que él y le sorprendía la facilidad que había tenido para perderse en sus sueños. ¿Siempre era de esa manera? ¿No se suponía que estaría alerta por si él intentaba alguna maniobra extraña? No se lo preguntaba porque pensara hacérsela, pero no dejaba de darle curiosidad. ¿Tanta confianza le tenía, como para bajar así la guardia? No. La seguridad la tenía en ella misma y su capacidad de reducir a nada a quien intentase algo indecente. Y Leander no podía negar la admiración que eso le causaba, pero no quería darle más minutos de su tiempo a ello, al menos no el inmediato.
Tenía que ocuparse de asuntos primordiales.
Debía pensar en soluciones, salidas honorables, respuestas prefabricadas. ¿Qué iba a hacer con su ejército? El problema radicaba en que tenían que aventurarse por territorios enemigos y no sería con intenciones bélicas, sino en son de petición. Tendrían que negociar, prometer favores, dádivas o tributos… quién sabía. Ellos estarían en desacuerdo, seguramente. La cuestión pacífica de por sí era un conflicto entre Leander y sus hombres, ni hablar de rebajar su dignidad para lograr ayuda de los reinos enemigos.
¿Y si los enviaba de regreso a Themis? Tampoco acordarían en dejarlo solo en compañía de una peligrosa y salvaje nómada. Después de todo, no era la vida de un hombre cualquiera, sino la del rey la que estaba en juego. Era el deber de todo soldado honorable protegerlo, más allá de si le caía bien o no.
¿Debería explicarles que Brina no era cualquier nómada, sino su futura esposa? El rey casi se rió por lo ridículo que sonaba en sus pensamientos. No es que fuera gracioso, era más bien, una tragedia. Lo bueno era que tenía entrenados sus músculos faciales y no delataba la desesperación que carcomía su interior.
El vapor de una respiración apareció en su campo de visión y Leander parpadeó con lentitud, preparándose mentalmente para los cuestionamientos de sus hombres. No estaba listo para responder aún, pero no tenía más remedio que improvisar.
—Majestad, ¿de qué se trata esto? Tiene la cara magullada y regresó con una salvaje nómada, de la nada misma. ¿Cómo pretende que mantengamos la calma cuando una enemiga de Themis se encuentra entre nosotros?
Era el general Dagen quien había venido como vanguardia y no tardó en soltarle sus inquietudes, una tras otra. Era un hombre robusto y moreno, con una larga cabellera que peinaba hacia atrás de manera tirante y dejaba su frente despejada de cualquier estorbo. Grandes surcos atravesaban su rostro, endureciéndolo y un par de cicatrices que llevaba con el más grande orgullo le sumaban severidad a los rasgos.
Leander se armó de paciencia, la misma que venía ejerciendo desde hacía diez años. Si fuera su padre quien estuviera al mando, ni siquiera se atreverían a hacer esos planteos. Lo había visto en persona en las pocas campañas militares que compartieron. Aunque apenas era un muchacho de trece o catorce años, recordaba que la sola presencia de su padre acallaba a los hombres y cada palabra que salía de su boca era obedecida sin rechistar. Con él era distinto, lo había sido desde el primer día y en cierto sentido, le agradaba que sus hombres no se fiaran de sus órdenes y le cuestionaran. Después de todo, solo tenía dieciséis años cuando comenzó a gobernar y su fuerte nunca fueron las sangrientas campañas militares…
Claro, que un día como aquel, hubiese deseado ser como su padre y que sus palabras no fuesen cuestionadas.
—Si el rey les pide que no armen alboroto, deberían confiar en su criterio, ¿no lo crees? Ya les dije que la Brina es nuestra aliada, por lo que voy a pedirte que no te refieras a ella con esos términos —mantuvo el tono apacible que forzaba a su interlocutor a permanecer en calma. Lo vio tensar la mandíbula y presintió que el asunto daría para rato.
—Brina… Eso no es lo que importa ahora, Majestad. Ella es nuestra enemiga, así como todos los reinos contrarios a Themis.
Leander quiso gritar de frustración pero se mordió la lengua y apretó sus cuerdas vocales. Sí se permitió soltar un pequeño suspiro.
—No lo es. Ella es… —dudó un segundo, aunque no fue lo suficiente como para que su general se percatara de la vacilación—. Es mi amiga y no permitiré que nadie le ponga un dedo encima. Si cualquiera cosa le sucediera, lo consideraré como una afrenta hacia mi persona.
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Editado: 22.04.2023