La primera orden

17

Reylene, así como Brina había llamado a la mujer de Lumming, tenía el pelo oscuro, uno de sus ojos tenía una porción dorada muy encendida. Era unos centímetros más baja que la nómada, pero estaba vestida de manera tan llamativa con su túnica sedosa de colores rojos y rosas y dos hombres a sus costados que sostenían una sombrilla para protegerla de la lluvia, que no podía no notarla. Su pelo trenzado le llegaba a los talones y estaba adornado con piedrecillas de colores, la pequeña mujer enrollaba uno de sus mechones sueltos en su dedo y les sonreía de costado. Su expresión era risueña, pero lo que más lo sorprendió no fue su aspecto en línea general, sino la juventud de la muchacha.      

—Es una niña —le susurró a Brina en el oído.

—Parece una niña, pero no lo es. Quienes tienen el don de Visión mantienen su apariencia infantil hasta que mueren.

La muchacha corrió hacia ellos, los hombres corrieron a su lado para que no se mojara. Se detuvo cuando estuvo frente a Brina y le sonrió mostrándole todos los dientes. Su postura aparentaba ser inofensiva, pero Leander sabía que no debía subestimarla.

—¡Tanto tiempo sin verte, Bri! —gritó Reylene con su vocecilla infantil—. Veo que has venido de visita, ¿cómo andan tus cuestiones de nómada?

—Por supuesto que todo está en orden. Pero quería conversar de un asunto contigo.

—Claro que querías… aunque no sé si yo querré.

Se lo dijo con tono suave y le hablaba mirándola entre sus pestañas. Sus gestos no denotaban hostilidad, pero había cierta sensación que a Leander no terminaba de agradarle.

—Si te permites escucharme, seguramente estarás más que dispuesta —dijo Brina, manteniendo su tono controlado. Apenas.

—¿Ah, sí? No te voy a mentir, siempre tengo alguna que otra petición disponible para esta clase de tratos. Pero mejor vamos a discutirlo a mi casa —terció y los miró de arriba abajo con las cejas levantadas y chasqueando la lengua. Estaban completamente empapados—. Lástima que van a ensuciarlo todo, Bri, en serio no tienes modales.

—Claro que no, sabes que debo proteger la reputación de los nómadas.

—Sí, sí, y siempre serás mi salvaje favorita. Bueno, la única a la que una se puede acercar sin que te saque esos dones estrafalarios. ¡Cómo les agrada exponer sus habilidades a los nómadas! Son peores que los de Styx —se río despreocupada y comenzó a marchar hacia la izquierda, dando pequeños pero apresurados saltitos, que ellos dos y los hombres que la escoltaban no tardaron en imitar. Parecía que abarcaba más terreno con esa extraña manera de andar.

—A los nómadas no les agradan los individuos de los Reinos, así que esa es su manera de mantenerlos alejados.

—Que poco sociales —se quejó la niña con socarronería—. Excepto tú, Bri.

—Lo sé —replicó Brina, uniéndose a las risitas de la mujer de Lumming.

La lluvia era implacable y no le dejaba ver demasiados detalles del entorno, pero incluso así, Leander no tardó en notar que la Ciudad estaba iluminada a pesar de la oscuridad general del ambiente. Eso se debía a las piedras que estaban incrustadas en las paredes de cada construcción, era Drisol. En Themis también iluminaban con ese material, pero era tan costoso que solo los edificios más relevantes contaban con aquel lujo. Leander especulaba que Lumming sería el proveedor primario de Drisol, dado que tenían el material tan cerca de la ciudad. Los precios eran desorbitantes, pero la utilidad era tan amplia que se sacrificaba lo que fuera por un poco de aquel pedregullo. Que al final no era otra cosa que piel muerta de una criatura.

Cuando entraron en la casa de Reylene le impresionó el imponente tamaño de la misma, era más grande que su propio Palacio. Subieron por unas escaleras alfombradas con tela afelpada, las manchas del agua arruinaron la imagen inmaculada en cuestión de segundos, seguramente por eso la Visionaria no paraba de suspirar. El lugar estaba decorado con muchísimas joyas y colores, hasta los vidrios tenían dibujos que refulgían y mostraban distintas iridiscencias a medida que se movían. Ella los llevó a un salón, allí dentro la luz era tan refulgente que parecía que estaban al aire libre durante la hora en la que el sol se encontraba en lo más alto. Había numerosas sillas y sillones, todos acomodados junto a las paredes y una ventana sin cortinas remarcaba la mitad de la habitación. En uno de los laterales más alejados, Leander pudo ver una especie de vitrina llena de distintos objetos, pero solo pudo distinguir uno de ellos, parecía una espada…

—Bienvenidos a mi humilde morada. Les ofrecería un asiento pero están empapadísimos y me arruinarían los mobiliarios así como ya lo hicieron con la alfombra. Ninguno de nosotros quiere eso, ¿verdad? —canturreó ella y Leander se esforzó realmente por no cambiar su expresión facial. Brina, sin embargo, bufaba a diestra y a siniestra sin ningún disimulo. Reylene se sentó en la silla que la dejaba justo frente a ellos, pero se acomodó de costado, de tal manera que quedaba más bien mirando hacia afuera que a sus invitados. Se enredó un mechón de pelo en el dedo y suspiró—. Hace tiempo que no te veía por esta zona Bri, te he echado de menos.

—La verdad es que te noto más aburrida que de costumbre. ¿Ya no te diviertes haciéndole la vida insoportable a los demás?

—Podría decir que eso es casi lo único que me mantiene viva —canturreó Reylene, como si las palabras de Brina no resultaran una ofensa. Chasqueó la lengua y volvió a suspirar sonoramente, como si se sintiera agobiada—. Las personas de este mundo maldito por la Deidad, me resultan interesantes y fastidiosas en partes iguales. Por un lado sostienen la carga de su existencia vana a diario, como si eligieran olvidar deliberadamente que lo que les espera al final de su camino es la muerte misma… sin embargo, ese instinto patético por perpetuarse los hace más entretenidos que otras criaturas que solo se conforman con estar.




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