La princesa de Éire

Prefacio

Hace mucho tiempo atrás, en el siglo XI, existió al sur de Éire un pequeño poblado, recordado por su bello paisaje, repleto de prósperos bosques y lagos de aguas cristalinas. Las flores adornaban con los tonos más vibrantes cada esquina, volviendo el pueblo un lugar de belleza sin igual. El paisaje era tan mágico que se podía imaginar a las hadas juguetear por los bosques apenas se ocultaba el sol, o por lo menos es lo que mi madre me contaba antes de arroparme.

Crecí corriendo libre y feliz por las praderas, para poder llegar a casa después de ayudar a mi padre a vender en el mercado. Vivíamos en un molino, que mi yo de 6 años lo veía enorme y majestuoso. Mi infancia fue muy feliz, al lado de mi mis padres y mi hermano recién nacido.

Puedo recordar muy poco de la noche de la tragedia. Yo dormía tranquila, cuando unos gritos y el calor del fuego me despertaron. Mi hermano lloraba mientras yo me sentaba tallando mis ojos. Mi madre solo me cargó sacándome de ahí con rapidez, pero un hombre alto la jaló del vestido, impidiéndole escapar, haciéndome caer de sus brazos, rodando por el suelo. Mamá me gritó que corriera y así hice antes de que pudieran atraparme.

Me adentré en el bosque lo más rápido que pude, sin voltear atrás, hasta que choqué con un soldado que me habló con amabilidad, averiguando que sucedía. No recuerdo lo que le dije, pero le señalé con los ojos llorosos el camino a mi casa. Estaba asustada y confundida cuando llamó a sus hombres a seguirlo para investigar. Un señor de barba blanca y una gran corona me limpió las lágrimas con su pañuelo, tranquilizándome y prometiéndome que todo estaría bien, mientras me subía a su caballo llevándome hasta su hogar. Desde entonces el rey Cormac se hizo cargo de mí, adoptándome como a su hija.

Todos me hicieron sentir bienvenida, incluido el hijo legitimo del rey, el príncipe Mael. En el pueblo era bien sabido que la reina falleció al dar a luz y que el rey había decidido no volver a casarse, así que solo eran ellos dos y yo. Mael tenía 10 años cuando lo conocí y desde entonces nos adaptamos muy bien el uno al otro. Se convirtió en mi amigo, mi compañero de aventuras y mi confidente. No existía cosa en el mundo que no supiera de mi ni yo de él. Crecimos juntos y nos veíamos como verdaderos hermanos, o eso es lo que yo creí.

El príncipe cumplió 20 y era hora de que buscara una esposa, tras la presión y preocupación de su padre, visualizando que en el futuro si su hijo no tenía descendientes y sufría algún accidente, se perdería el linaje de los MacCarthy. Así que en la fiesta del vigésimo aniversario de Mael, cuando se arrodilló frente a mí a la vista de todos los invitados, sacando el deslumbrante anillo que perteneció a su madre… mi vista cambió con rapidez de la hermosa joya en sus manos, a su rostro, en repetidas ocasiones, hasta que me desmayé.




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