La princesa de Éire

Capítulo 3: El chico del pueblo

Las escasas nubes danzaban con lentitud en el cielo despejado, permitiendo que los rayos del sol buscaran mí piel, al mantener una mano fuera de la ventana con la palma en alto para sentir su calor. Todo fuera del castillo parecía distinto. Incluso respirar me era más fácil. Las hojas de los árboles brillaban mostrándose de un verde radiante; El aire era más ligero y conforme el carruaje se acercó al pueblo el aroma a pan caliente inundó mis fosas nasales.

Un vago recuerdo de mi infancia me golpeó de pronto. Mi madre preparaba la harina desde muy temprano y todas las mañanas acompañaba a mi padre a vender el pan al lugar al que ahora me dirigía. Tanto había cambiado desde entonces. La sonrisa se esfumó de mi rostro al pensar por un momento que quisa no sería bien recibida por la gente. Todos en el reino conocían bien mi historia y la abrumadora idea de que me vieran como la niña oportunista hizo que me apartara de la ventana por primera vez desde que salimos del palacio.

—¿Todo bien?

Mi rostro debió delatar mi angustia como para que Mael me preguntara.

—¿Y si me odian? —mi voz sonó mas infantil de lo que me hubiera querido y una educada risa fue la respuesta.

Tomó mi mano, besando su dorso, para después quedarse cerca de mí.

—Nadie podría odiarte. Todos querrán verte y conocerte, ya verás —intentó animarme y ver la confianza en su mirada me hizo recuperar la sonrisa.

—Te amo —solté sin pensar bien lo que decía. No era la primera vez que él lo escuchaba, a menudo expresaba mi cariño por él con esas palabras, pero desde su propuesta no fui capaz de volver a decírselo hasta ahora, por el temor de que no entendiera realmente lo que quería decirle.

Un “te amo” no parecía tener el mismo significado para él que para mí y pude notarlo al ver esa chispa en sus ojos y la sonrisita que enmarcó sus labios.

Yo amaba muchas cosas. Amaba al rey, amaba a mi mejor amiga Briana, amaba las coronas de flores, el lago que pasaba en el jardín y el color verde. Decirle a Mael que lo amaba no significaba que lo hiciera como a un futuro esposo, sino que lo amaba como al hermano que era para mí.

—También te amo —sonreí con incomodidad, fingiendo que mis ojos se enfocaban en el camino fuera de la ventana, para no tener que seguir viendo esa mirada ilusionada.

Me dolía verlo así y me dolía aún más no poder corresponderle. No estaba segura de nada en mi vida y mucho menos de querer casarme sin haber conocido el mundo.

Era una malagradecida, lo sabía.

El temor se instaló en mi estomago cuando nos detuvimos de pronto. No supe por cuanto tiempo le estuve dando vueltas al mismo asunto, pero cuando menos pensé ya habíamos llegado.

Carraspeé y acomodé contenta mi corona de flores, preparándome para salir.

—Helen deberías quitarte eso —indicó mi acompañante viendo por encima de mi cabeza y yo también levante la vista como si pudiera verla.

—Pero… —rogué, pero me detuve al ver que sacaba de una caja una de mis tiaras, que al parecer trajo a escondidas todo este tiempo o simplemente por la emoción ni siquiera fui capaz de ver. Era una batalla perdida. Lo miré resignada cuando el arreglo de flores se quedó en el asiento al ser sustituido por una joya digna de la realeza, cuyo peso se sentía mayor del que en realidad era.

—Tienes que comportarte como una princesa si quieres que así te vean.

Resoplé, mantenido un gesto de disgusto. Nos educaron para siempre dar nuestra mejor cara ante el pueblo y eso incluía no llevar coronas de flores como una simple pueblerina.

—Ya suenas igual a tu padre —se le salió una risa alegré, negando con la cabeza, reservando sus palabras para él.

Tocó la puerta a su lado y no tardó en que un sirviente la abriera para él, por mi parte me quedé sentada sin saber como comportarme ahora. Miré al techo, exhalando para calmarme y la puerta a mi lado se abrió, dejándome ver a Mael con el brazo extendido, ofreciéndome su mano para bajar. Busqué sus ojos, encontrando tranquilidad en ellos e inhalando di un paso afuera.

—No nos hice anunciar para no abrumarte con el recibimiento formal—confesó cuando solté su mano, dirigiéndome a los rosales que nos cubría de la vista.

—Siempre tan atento conmigo —aseguré en voz juguetona, distraída con las vibrantes rosas amarillas.

—Quería que tomaras un poco de aire antes de la presentación oficial y podemos ir a pie o en el carruaje, tú decides —se puso a mi lado, acercándose al rosal y sacando su espada para cortarme una rosa, despejándola de espinas para mí.

Me reverencié cuando el hizo lo mismo antes de darme la hermosa flor amarilla, que olí para después sonreírle.

—Vayamos a pie y sin anunciarnos. No quiero que se comporten diferente solo por que estemos aquí.

—Eso es imposible, ya lo veras, pero está bien.

Mael asintió, indicándole a nuestra guardia que nos siguiera de cerca sin hacer ningún anuncio, luego me tomó de la mano, envolviendo mi brazo en el suyo, iniciando nuestro recorrido.

Tras los rosales un pequeño camino se hizo presente, uno en donde la calle era surcada por puestos en cada lado. A pesar de no haber sido anunciados la gente no tardó en darse cuenta de nuestra llegada, despejándonos el camino y reverenciándose a nuestro paso. Por más que intentáramos ser discretos la vestimenta y los guardias era algo difícil de ocultar. Las miradas curiosas se hicieron notar al verme. Tanto niños como adultos se acercaban a una distancia prudente para observarme. Aferré mi agarre a Mael al notarlo, con temor de que fueran a decirme algo o arrojarme cosas, molestos, pero nada de eso sucedió. Sus miradas solo expresaban curiosidad por mí y al pasar a su lado sonreían sinceros, bajando la cabeza ante mí como si fuera una más de la familia real. Mi acompañante masajeó mi mano para tranquilizarme y funcionó, aflojé mi agarre y levanté la cabeza, feliz por el cálido recibimiento del pueblo. Me concentré en los puestos en donde veía maravillada cada tela, objeto y comida. Mael me guio en cada uno, permitiéndome visitarlos todos. Me di cuenta del aprecio que le tenían al Príncipe cuando lo recibían con tanta amabilidad, mostrándole orgullosos su trabajo. Platiqué con cada persona que se acercaba a mí, aceptando sus halagos y regalos, sintiéndome apenada por no permitirme pagarles por lo que me daban. Mael notó mi incomodidad e indicó a la guardia real que repartieran monedas de oro a cada habitante, diciéndoles que no olvidaran recordarles que eran de parte de la Princesa. Me sentía nuevamente como una niña, emocionada con cada detalle, jugando con los accesorios que me gustaban o las cosas que eran divertidas, bromeando también con mi prometido, que tanta paciencia me tuvo, pareciendo estar tan feliz como yo.




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