La princesa de Éire

Capítulo 10: El Príncipe Kenneth

El canto de las aves me despertó esa mañana. Esta vez el sol decidió permanecer oculto mientras las nubes lo apresaban, permitiendo apenas que su luz iluminase el día sin darle tregua a que sus rayos tocaran la tierra. El clima era fresco y pese a eso mi frente estaba sudorosa y mi corazón agitado. Agradecí que los pájaros irrumpieran en mi sueño con sus canticos y me trajeran a la realidad. Me puse de pie saliendo a mi balcón, encontrando la calma de la mañana. Mi ánimo estaba recaído, producto de una pesadilla en donde Mael aparecía sonriéndome, cabalgando con el viento, para caer finalmente al suelo, siéndome imposible despertarlo. Desperté sobresaltada, temiéndome que ese sueño significara un mal augurio.

Al llegar mis mucamas les pedí prepararan mi baño y me sirvieran el desayuno en el jardín. Quería estar sola, pero no estaba dispuesta a permanecer en mi habitación, ocupaba despejar la mente. Elegí mi color favorito de vestido y en cuanto terminaron de asearme y vestirme, se fueron. Seguía sin entablar una conversación con ellas y al ver mi actitud ellas parecían hacer lo mismo, dedicándose a lo suyo sin más.

Al irse mi mente seguía divagando, imaginando distintos escenarios nada favorecedores para mi prometido, manteniendo mi alma intranquila. No deseaba pensar que algo malo le fuera a pasar, pero no podía evitar temer por ello. Pudiera ser que el sueño no significara nada y decidí mandarle una carta para estar más tranquila. Escribí en ella mis saludos al rey y admití la falta que me hacían. Le conté sobre la eternidad de mis días y mi rechazo a aceptar la visita del príncipe Kenneth. Sabía que a Mael tampoco le simpatizaba y contar con un aliado en esta guerra fría era una bendición. Al pensar en la palabra “guerra” recordé la visión de mí sueño con el Príncipe tendido en el suelo sin dar señales de vida. Rápido alejé ese pensamiento, repitiéndome que todo estaba bien, que un sueño era solo eso, un sueño.

El salón de música siempre mantenía sus puertas abiertas para mí, siendo uno de mis tantos refugios en donde podía soltar mis frustraciones de forma artística sin ser juzgada. En cuanto mis dedos acariciaron las cuerdas del arpa ésta lloró con fuerza, gritando en lo alto mi miedo y dolor. El palacio se llenó de aquella melodía que reflejaba mi alma herida, desesperada por ser escuchada. Cerré los ojos, sintiendo la música fluir en el aire, dejando que mis manos se movieran libremente. Al pasar escasos minutos algo en el ambiente cambió, no sabia qué, hasta que abrí los ojos encontrándome con él. Mis manos se quedaron estáticas sobre las cuerdas mientras mi boca formaba una mueca de desagrado ¿Cuánto llevaba ahí escuchándome? ¿Acaso era una forma de burlarse? Supe que así era en cuanto esa sínica sonrisa hizo su aparición.

—No buscaba interrumpirla, señorita —habló el Príncipe Kenneth Vladímir, hijo del Príncipe Yaroslav I, mandatario de Kiev.

—Princesa —corregí apretando los dientes, mirándolo de arriba debajo en un gesto nada agradable. De no ser por su corta barba y gran estatura, seguiría igual que hace tres años, cuando lo vi por última vez.

—Que rápido te has acostumbrado a ello, ¿no? —hablaba con tono burlón mientras caminaba rodeándome, buscando intimidarme—. Gracias por prepararme el desayuno en el jardín y entretenerme con tu música, ahora puedes retirarte —su tono fue despectivo, gozando de cada palabra al voltear a otro lado como si deseara ignorarme y con la mano en alto me ordenó que me fuera, como solíamos expresarnos con los sirvientes.

Sentí mi cara ardiendo de coraje, pero decidí que no se lo demostraría directamente y buscaría atacarlo justo como él hacia conmigo, con palabras educadas y gestos refinados.

—Que gracioso es alteza —me reí fingidamente hasta que volteó a verme, esperando otra reacción de mi parte. Caminé un par de pasos hasta tenerlo muy cerca, abanicándome con lentitud utilizando mi mano izquierda en donde portaba el extravagante y costoso anillo de compromiso que no pasó inadvertido a la vista del Príncipe.

Kenneth volteó a la joya y luego a mi rostro, mostrando un extraño gesto al tomarlo por sorpresa. Su Alteza no era tonto y por supuesto sabía lo que significaba el anillo de la antigua reina en mi mano. Enmudeció de inmediato quitando la sonrisa burlona de su rostro para mirarme con ¿resentimiento?

—¡Oh! Ya ha notado mi anillo de compromiso, es hermoso ¿no es cierto? Mi boda con el Príncipe Mael se llevará a cabo aquí mismo y por supuesto que está invitado junto a sus padres y hermanos. Agradezco que viniera a avisarme que mi desayuno ya se encuentra listo —lo miré sonriendo con hipocresía. Él no era el único que podía jugar a ese juego— ¿¡Nana!? —la llamé en alto al ubicarla vigilándonos cerca y no tardó en llegar hasta nosotros, con la vista al suelo y una reverencia— que le preparen un desayuno digno de reyes a nuestro invitado y súbanselo a sus aposentos —mi Nana asintió y se fue a cumplir mi orden sin esperar respuesta del Príncipe, que me miraba furioso—. Se ve pálido Alteza, le recomiendo descansar y si me disculpa… —volví a abanicarme con mi mano izquierda— iré a tomar aire al jardín ya que me encuentro un tanto acalorada —le dediqué una amplia sonrisa sintiéndome victoriosa, di media vuelta y caminé alejándome de él, dejándolo ahí con el rostro revuelto de confusión.

Keenneth siempre fue cruel conmigo en la infancia y ahora de adultos no me sorprendía que lo siguiera siendo. Acostumbraba a humillarme constantemente al saber que no pertenecía a la nobleza como él y se negaba a tratarme como su igual, alegando también que una niña no podía jugar con espadas. Ese día lo confronté, pero siendo mas grande que yo logró vencerme, desarmándome y cortándome en el brazo en un rápido movimiento de ataque, Mael al verme llorar me defendió clavándole la punta de su espada en el hombro sin pensarlo, terminando así con el juego, siendo castigados por nuestros padres. A partir de ahí me prohibieron jugar con los chicos y de solo recordar la sonrisa y los ojos de satisfacción de Kenneth, se me revolvía el estómago de coraje. Desde ese día supe que ese hombre me complicaría la vida cada que tuviera la oportunidad. Instintivamente levanté mi mano cubriendo la cicatriz de mi antebrazo. No volvería dejarlo ganar.    




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