La princesa de Éire

Capítulo 18: La torre mayor

Por un segundo el tiempo se detuvo. 

Ya no escuchaba nada más que no fuera mi respiración ralentizada, que pasó rápidamente a volverse un jadeo cuando comencé a hiperventilar, presa del miedo.

Mael mantenía una expresión en su rostro que dejaba ver claramente una mezcla de molestia, tristeza y decepción. No pude mantener la vista fija en esos ojos atónitos que me culpaban del malestar de su alma. Direccioné mi mirada a Nathaniel, que me observaba fijamente, preocupado, para después caer de rodillas, acercando su mano con lentitud al pecho, en donde la flecha impactó enterrándose en su piel. Las lágrimas se acumularon en mis pupilas y como ríos brotaron con rapidez por mis ojos sin detenerse. 

—¡Vete! —gritó, viéndome directo a los ojos con la mirada apagada en sus orbes grises. Negué un par de veces con la cabeza y gateé en el césped hasta llegar a él. 

—N-no —apenas pude hablar. Estaba entrando en desesperación, prueba de ello fue mi pulso tembloroso cuando intenté acercar mi mano a la fecha que lo atravesaba. Quería sacarla, pero si lo hacía podría desangrarse y eso lo mataría. Ese pensamiento tan sombrío me hizo removerme en mi lugar, sintiendo un escalofrío bajar por mi columna. 

—Escapa —susurró sin dejar de mirarme con preocupación. 

Antes de que mis dedos tocaran a mi amado, un tirón de mi brazo me obligó a alejarme. 

—¡Nathaniel! —grité asustada al ver que me estaban separando de él. El hombre que me sujetaba me tomó de ambos brazos, levantándome del suelo, para después sujetarme de la cintura cuando comencé a pelar para que me dejara— ¡Nathaniel! —repetí a gritos estirando mis brazos en su dirección como si así pudiera tocarlo… salvarlo—. ¡No, por favor! —seguía gritando desesperada cuando me alejaban cada vez más, temiendo lo que sucedería.

Los guardias no tardaron en acercarse, tomándolo sin delicadeza por los hombros para mantenerlo de rodillas ante la presencia de Mael, que pasó a mi lado sin dignarse a voltear en mi dirección, avanzando hasta Nathaniel con el arco en una mano y lo que parecía ser mi carta en la otra, sosteniendo el papel entre su puño bien apretado. 

Todo rastro de aire abandonó mis pulmones, dándome la sensación de que me ahogaba.  

—Debiste haberme escuchado —Kenneth susurró a mi oído, con sus fuertes manos todavía sosteniéndome. 

¿Acaso era capaz de burlarse de mi en un momento así? ¿Qué no veía cuando me dolía lo que estaba pasando?

—Suéltenlo —pedí desesperada, pero los guardias no obedecían mis órdenes y contrario a ello sacaron de su pecho la flecha de golpe, haciendo que la sangre manchara el césped de un intenso color carmín, haciendo eco en la oscuridad el grito de dolor de mi amado—. ¡Mael por favor, tienes que ayudarlo! —rogué bajando la cabeza, tirándome a llorar— por favor.

—Te encuentro a punto de escapar con este plebeyo ¿y todavía me pides que lo ayude? —su enojo salió a relucir cuando escupió las palabras con odio. 

Esta vez se acercó a mí y cuando le sostuve la mirada para hacerle frente su mano golpeó mi mejilla al soltarme una bofetada con toda su fuerza. Mi cuerpo hubiera caído al suelo de no haber sido porque Kenneth siguió sujetándome. Sentí el calor y enrojecimiento en la zona del golpe en donde seguramente su mano quedaría por un buen rato marcada en mi piel. Sollocé sin levantar la cabeza. Me sentí humillada, adolorida y triste. Nunca alguien me hizo algo así. 

—¡Mael! —la voz del Rey resonó en lo alto, haciendo temblar a todos al utilizar su tono autoritario combinado con su enojo para reprender a su hijo frente a la guardia, quienes se inclinaron al verlo en señal de respeto.

Su Majestad, el Rey Cormac, se acercó a mí, dirigiendo a Kenneth una mirada que no necesitaba palabras. No tardó en soltarme y apenas lo hizo los brazos de aquel hombre al que le debía todo me rodearon, protegiéndome cuando lloré desconsolada en su pecho, aferrándome a ese calor paternal que tanto eché de menos en su ausencia. 

—Padre, perdóneme —supliqué sin poder verlo a los ojos. Al pensar en escapar no solo traicionaba a mi prometido, sino también al hombre al que le debía mi vida y pensar en eso me hizo sentir aún más miserable. 

—¿Estás bien, hija? —acarició mi cabello para tranquilizarme, ignorando mis disculpas y el hecho de que estuve a punto de huir. Asentí en respuesta—. No permitiré que vuelvas a ponerle un dedo encima —sentenció a su hijo y pude imaginar como lo reducía a nada solo con su intensa mirada—, no me importa que haya echo, no volverás a ponerle un solo dedo encima. Eres un Príncipe, no un salvaje. Yo no te eduqué que esa forma y en mi mandato no lo permito —su voz era tan fuerte que casi gritaba. Seguía sin poder verlos por seguir pegada al pecho de mi padre, pero podía estar segura de que todos los presentes mantenían sus cabezas agachadas con la mirada en cualquier parte de no fuera el Rey y su hijo, temerosos de alguna reprimenda. 

Percibí la frustración de Mael al escucharlo resoplar con rabia, como hacia cada que estaba en desacuerdo con su padre, renegando de sus palabras. 

—Su Majestad, ha intentado escapar con el jardinero —se justificó, dejando ver el dolor en sus palabras, conteniéndose para no gritarle a su padre—. Esto no se quedará así. ¡Ambos serán ejecutados! —gritó furioso.

—No ejecutaras a nadie mientras yo lleve la corona —advirtió con voz severa y volvió a suavizarla para hablarme—. Debe haber una explicación para todo esto, Helen cuéntanos la verdad —un nudo se formó en mi garganta cuando sus brazos me abandonaron, dejándome a la deriva. Seguí con la cabeza agachada y los ojos al suelo, cubriendo mi cuerpo al cruzar los brazos por sobre mi torso, como si tuviera frio, cuando en realidad lo que quería era desaparecer. No me atrevía a contarle todo lo sucedido, no a él.

—Es culpa mía, Majestad —Nathaniel habló, llamando mi atención y la de todos los presentes, volteándolo a ver—. Intenté raptar a la Princesa —mantuvo la cabeza abajo, mostrando su respeto—. Ella es inocente, fui yo quien la amenacé, envenené a los guardias y a su dama de compañía para poder sacarla del castillo. Ella no tiene la culpa de nada —dijo firme, intentando expiar mis pecados.




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