La princesa de Éire

Capítulo 22: La voz del Príncipe

Cerré la puerta con mi mente todavía atormentándome. Sus gritos y los golpes en la madera hacían eco en las escaleras, perdiéndose en el silencio del corredor. 

Helen me rogaba a todo pulmón que acabara con su vida, haciéndome creer que sin ese hombre ya nada más tendría sentido para ella. ¿Cómo es que podía amar más a ese plebeyo por sobre mí?

Bajé los escalones un paso a la vez, con su voz dando vuelta en mi cabeza. Odiaba escucharla llorar. No podía seguir oyendo esa voz desgarradora gritando que quería morir. Cubrí mis orejas como si me protegiera de un ruido fuerte, cuando en realidad apenas si era perceptible a mitad de las escaleras.

Su traición me quemaba por dentro, consumiéndome cada que imaginaba a mi prometida en brazos de otro hombre. De pronto deseé desde mi enojo no volver a verla jamás. Quise olvidarla y sacarla de mi corazón. Ella me había lastimado más que nadie y amarla a pesar de eso era una tortura. 

La dejaría en la torre esa noche, durante la ejecución y después de eso pensaría que hacer. Mi padre no me permitiría que su encierro se prolongara por mucho, pareciendo estar más de su parte que de la mía ante esta situación. 

No entendía como podía seguir de su lado cuando no hizo más que despreciarnos, mintiéndonos, traicionándonos. ¿Cómo Helen pudo hacerlo? La conocía desde la infancia y sabia lo buena y bondadosa que era. Simplemente se me dificultaba aceptar que hiciera algo así. Ella no. 

¿Por qué? ¿Por qué en su carta confesaba que no me amaba y de frente intentaba convencerme de su amor? ¿Qué clase de juego cruel era aquel? Desde que la conocí hice todo lo que estuvo en mis manos para verla feliz y caí en la ilusión de pensar que mi amor por ella era correspondido. Quizá mi error fue protegerla tanto que con el paso de los años terminó viéndome como a un hermano mayor y no como a su futuro esposo. 

Desde el día en que llegó al palacio, asustada y desconsolada por la pérdida de su familia, supe que quería cuidarla y amarla. Quedé cautivado al verla, tan tímida y hermosa. Comencé a amarla cuando demostró cuan diferente era a todas las damas que había conocido. Ella no era frágil. Helen tenía carácter, era terca, rebelde, apasionada, traviesa, espontánea y no temía mostrarse tal como era. Crecí temiendo que alguien más lo notara y por desgracia, sucedió lo inevitable y otro hombre terminó poniendo los ojos en ella. La Princesa es joven y hermosa, naturalmente cautiva a quien pasé a su lado, es imposible no voltear a verla cuando llega, pero nunca pensé que terminaría enamorada de alguien más. 

Ese plebeyo llegó a arruinar mi vida, así que yo pondría fin a la suya. 

Al llegar a mi nueva habitación cerré la puerta con fuerza, sin importarme que se escuchara por el estrecho pasillo.

Ese cuarto no era grande como el mío, pero era el más cercano a la torre donde ahora vivía Helen. Ella no lo sabía, pero pasaba las noches en vela pegado a su puerta, intentando sentirme cerca de ella, aunque fuera de aquel modo, consiguiendo sentirme miserable al oír su llanto a través de la madera y el cómo despertaba inquieta al verse atormentada por las pesadillas. Al parecer yo no era el único que las tenía.

En momentos así quería liberarla, perdonarla y abrazarla, pero mi corazón seguía roto y escucharla hablar de ese hombre solo incrementaba mi ira y mi rencor, haciéndome desear que ella pudiera sentir cuando menos un poco de lo que yo sufria. No podía aparentar que nada ocurrió, rodearla en mis brazos y besarla como si mi amor fuera correspondido. Por otra parte, mi conciencia no me dejaba tranquilo, porque al dañarla a ella lo hacía a mí mismo. 

Esperaba que esos días en la torre la hicieran pensar las cosas, recapacitar y elegirme a mí. Era estúpido, pero lo deseaba con el alma. 

Su traición merecía una condena a muerte, pero ponerle fin a su vida acabaría también con la mía. ¿Cómo vivir sin el calor del sol, el consuelo del viento ni la frescura de la lluvia? 

Era imposible. 

¿Qué hice mal? Me pregunté por milésima vez, pegando la frente a la pared, dándome pequeños golpes en ella. 

Siempre la amé y respeté. Confié ciegamente en ella y terminó traicionándome.

El día que los encontré huyendo tuve que controlar mi impulso de matarlo allí mismo. Si mi padre no hubiera interferido su sangre ya estaría en mis manos. Su majestad era tan sabio que me prohibió acercarme a la celda de ese traidor, sabiendo bien que si lo tenía de frente era capaz de asesinarlo y al hacerlo Helen jamás me lo perdonaría. ¿Tanto amaba a ese plebeyo? Dolía solo de pensarlo. 

Se entregó a él. No tuvo que decirlo para que me diera cuenta. Siempre fui bueno leyendo su rostro. 

No le importó como me haría sentir, tampoco le importó mi amor por ella o nuestro compromiso. En palabras simples, no le importé. 

Mi mano repasaba cuello y pecho, subiendo y bajando desesperada. Sentí que me faltaba el aire, que me asfixiaba. Aun hiperventilando decidí tomar un poco de aire fresco en el jardín. Llevaba días recorriendo los mismos lugares: el cuarto, las escaleras y la puerta de la torre. Necesitaba despejarme un poco o terminaría por enloquecer.

Resoplé para calmar mis nervios y salí del pequeño cuarto que era más una prisión autoimpuesta que mis aposentos. Alcancé a caminar solo un par de pasos por el corredor cuando un terrible grito femenino se escuchó por las escaleras que llevaban a la torre.

—¡Auxilio! —el grito de ayuda llego a mis oídos como un susurro proveniente de la torre. No dudé en correr escaleras arriba, yendo de dos en dos con mi pulso acelerado, teniendo un mal presentimiento. Al acercarme la voz se oyó más fuerte, con el toque de angustia en ella—¡Alguien ayúdeme! ¡Por favor! —reconocí a la dama de compañía de Helen aferrada al marco de la puerta, llorando fuera de la torre.

—¿Qué sucede? —pregunté asustado al verla tan conmocionada.




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