Hace mucho tiempo vivía una princesa muy hermosa de dieciocho años de edad llamada Alexandra; era muy bonita y alta, contaba con unos enormes y bellos ojos de color violeta, y unas pestañas largas y rizadas; su piel era blanca pero no al extremo de llegar a pálida, con un ligero rubor en sus mejillas que la hacía parecer una muñeca viviente.
Sus facciones eran muy finas, como su nariz, que era diminuta y respingada; su boca era pequeña, con unos labios bien delineados de color rosa claro, y una sonrisa muy adorable que dejaba ver sus dientes blancos y perfectos, tanto que parecían perlas.
Sus cabellos eran largos rizados, le llegaban a la cadera, y eran de un color rubio tan hermoso que parecían hechos de oro; siempre llevaba en su cabeza una corona, ya que su posición lo ameritaba. Era delgada pero con buena forma, tenía unos diminutos pies, y las manos tan delicadas como un pétalo de una rosa.
Aparte de su belleza, usaba los mejores vestidos que había en el reino, ¡eran hermosos!, estaban hechos con las telas más finas y eran adornados con flores y moños elegantes.
Su palacio era gigante, lujoso y sobresaliente, y contaba con muchos sirvientes que cumplían todos sus caprichos… Se hubiera dicho que ella era la princesa perfecta si no tomabas en cuenta que tenía un corazón más negro que la misma noche.
Alexandra contaba con numerosos pretendientes, todos los hombres distinguidos de ese reino se querían casar con ella, pero siempre los rechazaba porque se le hacían poca cosa, y porque su padre, el rey, quería que su hija se casara con algún príncipe de otro reino importante.
En cambio había una princesa de otro reino que también tenía dieciocho años de edad, su nombre era Vania, no era muy agraciada físicamente, hasta podría decirse que era fea, bajita de estatura, sus ojos eran pequeños, de color café, sus pestañas eran cortas, su piel pálida, su nariz era grande y sus dientes estaban algo chuecos. Su cabello, que era corto y de color castaño, estaba maltratado y seco.
Vania era muy delgada, sus pies eran grandes, y sus manos estaban ásperas y secas. Como su reino no era uno de los más ricos, no contaba con tantos lujos, es más, a ella no le importaba eso, no los quería porque decía que era una ciudadana igual que los demás y no debía tener ese tipo de ostentaciones innecesarias. También tenía sirvientes, no tantos como Alexandra, pero ella los trataba bien; en realidad tampoco le gustaba mucho tener gente a su servicio, los veía como sus amigos, y los trataba como tales; decía que no necesitaba gente que le sirviera, que ella podía hacer sus cosas sin ayuda, pero ellos no se iban, al contrario, siempre la apoyaban en todo.
Esa princesa tan tierna y amable que se preocupaba siempre por los demás, contaba con un corazón puro y sincero, todos los que la conocían la querían mucho, incluso tenía muchos enamorados porque a ellos no les importaba su físico, agregando el hecho de que cualquier chico que la conociera se sentía a gusto con ella, pues siempre tenía tema de conversación.
La mayoría de los galanes en ese reino se quería casar con la princesa, pero ella no lo hacía porque tenía que seguir la tradición de sus antepasados de casarse con alguien de la realeza. Los chicos se ponían tristes cuando la princesa les recordaba esa costumbre, pero aun así les seguía hablando y los saludaba con mucho cariño. Cuando la joven les sonreía y les agradecía con sinceridad, ellos quedaban muy felices de tener tan amable princesa. En cuestión de personalidad, ella sí era la princesa perfecta.
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Cierto día hubo una reunión donde los príncipes y las princesas de todos los reinos participaban. Los reyes no iban porque la mayoría ya eran de edad avanzada para viajar, ya que se elegía al azar un reino para que ahí se hicieran las juntas.
Los príncipes iban a ver asuntos de economía, importaciones y exportaciones, política, pero algunos aprovechaban para conseguir pareja. La mayoría nada más iba para eso.
La reunión, por casualidad, tocó hacerse en el reino de la princesa Vania. Ella estaba muy alegre y quería recibir muy bien a sus invitados, así que por esa ocasión tuvo que hacer trabajar mucho a sus sirvientes; aunque ellos le decían que descansara, Vania se ponía feliz de contribuir.
Eduardo, el sirviente que más la quería y su mejor amigo, la convenció de que dejara de trabajar y se pusiera a repasar los temas que tenía que tratar en la junta, incluso se puso investigar, estudiar y darle información a Vania para que estuviera enterada de todos los acontecimientos de la mayoría de los reinos.
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Llegó el día de la junta y comenzaron a llegar los príncipes y las princesas. Los sirvientes de Vania los llevaron hasta la sala de reunión, donde esperaban a que llegaran los demás.
Alexandra llegó ahí en un carruaje muy bonito, grande y lujoso, estaba forrado de oro y tenía piedras preciosas incrustadas. A su llegada, un sirviente de Vania le dio la mano para que ella pudiera bajar de su carroza, pero ella no aceptó, esperó a Julio, su mayordomo personal, para que la ayudara a bajar.
Julio tenía los ojos verdes, era alto, apuesto, de tez blanca y su cabello, perfectamente peinado hacia atrás, era de color gris —a pesar de que era joven, pues apenas tenía veintidós años—. Alexandra tomo su mano, bajó con cuidado y observó el reino de Vania.
—Es un reino pobre —dijo ella en voz baja y solamente Julio la escuchó.