Estábamos a punto de cruzar el puente que nos llevaba a la preparatoria cuando pasó algo inesperado. El chofer frenó en seco, nos miró por el espejo retrovisor y dijo con voz temblorosa:
—Hoy no irán a clases.
Isla y yo nos miramos confundidas. ¿Qué estaba diciendo? ¿Por qué no?
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Isla, frunciendo el ceño.
Pero antes de que pudiera responder, algo enorme golpeó el coche desde un costado. Todo dio vueltas. Escuchamos cristales romperse, el chirrido del metal, y luego… todo se volvió negro.
Despertamos desorientadas, tiradas sobre unas mantas gruesas. El lugar olía a madera y a hierbas secas. Estábamos dentro de una cabaña, en lo profundo de lo que parecía un bosque nevado. Todo era silencioso, solo se escuchaban los árboles crujiendo con el viento helado.
—Por fin despertaron —dijo una voz femenina y rasposa.
Frente a nosotras había una señora mayor, con el cabello canoso recogido en un moño y una mirada que mezclaba dulzura con algo... extraño.
—¿Dónde estamos? —preguntamos las dos al mismo tiempo, asustadas.
—Tranquilas, están a salvo aquí. Me llamo Elvira —dijo la mujer, con una sonrisa amable—. Y tú… tú debes ser la princesa Amelia.
—¿Qué? No, yo me llamo Charlotte y ella es Isla —respondí confundida y con un nudo en la garganta.
—¿En serio? Pero… el Rey Alex me dijo que rescatara a la princesa —dijo Elvira, mientras sacaba de su bolsillo una fotografía vieja.
La foto mostraba a una bebé… era yo. Era mi carita, mis ojos, mi lunar cerca del labio. No podía negarlo. Isla me miró con los ojos abiertos como platos.
—Debe estar confundida… lo siento, tenemos que irnos —le dije rápidamente, tomándole la mano a Isla para escapar.
Pero justo cuando íbamos a abrir la puerta… se cerró sola. Sin que nadie la tocara. Como si una fuerza invisible la hubiera sellado.
—¡No nos haga daño, por favor! —dijo Isla, temblando.
—Si quiere dinero, mis padres pueden darle lo que sea —añadió, al borde del llanto.
—No quiero su dinero —dijo Elvira, frunciendo el ceño—. Lo único que quiero es hablar con el Rey Alex. Y tú no te irás hasta que lo hagamos.
Nos llevó a una habitación del segundo piso y nos encerró ahí. Por suerte, al menos era acogedora. Tenía una cama grande, una chimenea encendida y hasta televisión… aunque el control no servía.
—Nuestros padres deben estar buscándonos… tranquila, Isla, por favor, no llores —le dije, intentando sonar más valiente de lo que me sentía.
La verdad era que yo también estaba aterrada.
Mientras tanto, en el pueblo, ya habían pasado cinco horas desde nuestra desaparición. Nuestros padres estaban desesperados, las noticias hablaban de nosotras sin parar. La policía peinaba los bosques, helicópteros sobrevolaban la zona.
Lamentablemente, el chofer… había fallecido en el accidente.
Lo más extraño de todo era que nadie podía ver la cabaña. Incluso si estaban justo frente a ella. Había una fuerza invisible que la ocultaba a simple vista.
Desde la ventana, vimos a nuestros padres. Estaban ahí, gritando nuestros nombres, llorando, buscándonos. Gritamos con todas nuestras fuerzas, golpeamos el vidrio… pero era como si no estuviéramos ahí.
—¿Por qué no pueden vernos? —susurró Isla con la voz rota.
—No lo sé… —respondí, sintiendo un escalofrío en la espalda.
Fue entonces cuando Elvira entró con dos tazas de té humeante. Se sentó frente a nosotras con tranquilidad.
—¿Estamos muertas? —preguntó Isla entre sollozos.
—No, no lo están —respondió con firmeza—. Están protegidas por una barrera mágica.
—¿Mágica? —repetí con incredulidad—. La magia solo es una leyenda en Nevería…
—No, niña. Las leyendas son reales. Y tú… tú eres nuestra salvación —dijo Elvira, mirándome fijamente, como si conociera mi destino mejor que yo.
En ese momento, algo dentro de mí cambió. Una parte de mí, aunque lo negara, sabía que no era una chica común. Y lo peor de todo… era que algo me decía que todo esto apenas comenzaba.
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Editado: 28.04.2025