La luna llena iluminaba el campamento improvisado como un ojo vigilante en el cielo. Alrededor de mí, las criaturas mágicas olvidadas —centauros, dríadas, sirenas de tierra, dragones menores, duendes de sombras— se preparaban en silencio.
Había en ellos una mezcla de rabia contenida y esperanza salvaje. Todos habíamos sido desterrados, olvidados, perseguidos. Ahora, juntos, éramos la chispa que podía incendiar el dominio de Deysi.
Isla, montada sobre un pegaso plateado, voló en círculos, revisando las posiciones de ataque. Alex caminaba entre los guerreros, su presencia imponente inspirando coraje hasta en los más temerosos. Y yo… yo cerré los ojos, dejando que la energía de la tierra, el viento y el fuego me llenaran una vez más.
Esta vez nosotros íbamos a tomar la ofensiva.
—¿Estás lista? —preguntó Alex a mi lado, su voz baja, cargada de gravedad.
Asentí. No había vuelta atrás.
Al primer toque del cuerno de guerra, nuestros aliados emergieron de la espesura como una marea imparable. Los enemigos que custodiaban los caminos hacia el Castillo de Deysi apenas tuvieron tiempo de reaccionar. El bosque encantado, con sus raíces vivas y ramas afiladas, se volvió nuestro mejor aliado.
Pero entonces...
Un rugido diferente rompió el aire. Un rugido que no venía de ninguna criatura que conociera.
Desde entre los árboles surgieron figuras grotescas: soldados de Deysi mezclados con corrupción mágica.
Hombres con garras de bestias, mujeres cuyos ojos ardían como brasas, criaturas deformadas por hechizos oscuros.
Los generales de Deysi habían sido liberados.
Y estaban aquí por nosotros.
La batalla estalló como un trueno.
Corrí hacia el frente de combate, canalizando toda la magia que podía reunir. Mis manos lanzaban ráfagas de energía pura, derribando a las bestias que se interponían en nuestro camino. Isla, desde el cielo, disparaba flechas encantadas que explotaban en lluvia de luz.
Alex, espada en mano, luchaba como un huracán viviente.
Pero la corrupción era fuerte. Muy fuerte.
De repente, entre la confusión, vi a Lorian, uno de las dríades que me había jurado lealtad, caer bajo las garras de un enemigo. Sin pensar, corrí hacia él, usando mi magia como un látigo de viento para apartar al monstruo que lo atacaba.
—¡Amelia, atrás! —gritó Isla desde el cielo.
Demasiado tarde.
Una criatura híbrida, más grande que las otras, me golpeó de frente, lanzándome contra el tronco de un árbol. Todo el aire escapó de mis pulmones. Mi visión se nubló por un instante.
Sentí el frío de la muerte rozarme.
Pero entonces, una figura se interpuso.
Alex.
Con un rugido que no parecía humano, el rey de los mágicos se interpuso entre mí y la criatura, recibiendo un zarpazo brutal en el costado.
—¡Alex! —grité, incorporándome a duras penas.
La criatura cayó bajo el filo de su espada, pero la sangre de Alex ya teñía el suelo.
La rabia me llenó.
El miedo me quemó.
No podía perderlo. ¡No ahora!
Desaté toda mi magia, liberando una ola de energía tan poderosa que el mismo bosque tembló. La marea cambió a nuestro favor. Uno a uno, los enemigos comenzaron a caer, retrocediendo ante la furia de nuestra unión.
Cuando finalmente la batalla terminó, el silencio que cayó fue ensordecedor.
Nos habíamos mantenido en pie.
Habíamos ganado.
Pero el precio había sido alto.
Me arrodillé junto a Alex, presionando su herida con manos temblorosas.
—No te atrevas a rendirte —susurré, lágrimas ardiendo en mis ojos. —No ahora, Alex.
Él sonrió débilmente, su mirada fija en la mía.
—No pienso hacerlo —murmuró, su voz ronca. —Tienes un reino que salvar.
Y yo supe, en ese momento, que haría todo lo que estuviera en mi poder para cumplirlo.
Porque ahora, más que nunca, éramos una familia.
Y juntos, venceríamos.
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Editado: 28.04.2025