El hermoso príncipe podía ser visto sin falta en cada celebración, dado a los eventos sociales como a la música y la galantería.
El príncipe, que no lo era en realidad, atraía a todos como el agua al sediento, teniendoles a su disposición sin necesidad de títulos ni coronas, viviendo la vida dorada que a cualquiera solía tentar.
El príncipe que en realidad no lo era, pero que, a las finales sí lo era en los sueños de la delicada joven de esmeraldas por ojos y suaves plumas de cuervo por cabellos.
El príncipe que lo era en sus sueños, pero que huía de ellos para formar parte de la realidad de su hermana.
Todo príncipe está destinado a una delicada princesa de belleza inigualable, y el suyo no era la excepción a la regla, pesé a no poseer una corona de verdad.
Desafortunadamente, ella no era una princesa ni mucho menos. Ella era la mayor: la cabeza de la familia, aquella que había tenido que tomar el lugar de su padre cuando esté murió para mantener a flote al resto de su familia como debería hacerlo el hijo varón de haberlo habido, aceptando con ello el despojó en sociedad de la consideración de princesa; por ello, predeciblemente, cuando el elegante caballero de dorada cabellera se presentó en su salón atraído por la celebración y el bullicio, ella no figuró ni por un momento en los pensamientos de su madre, quién sintió su deber como anfitriona -y madre casadera- el prestar las atenciones de la única princesa en su hogar para tan distinguido invitado.
La princesa, que usaba vestidos de lindas telas y vistosos volantes, con sus suaves cabellos castaños atados con gentileza por un lazo de apariencia tan suave como ella misma parecía serlo.
Aquella princesa de ojos casi tan verdes como los de su hermana y belleza cercana también, sin ningún perjuicio en su registro ante la sociedad.
La princesa, que en realidad no lo era, esperaba deseosa a un caballero con el que unir su existencia y conseguir con ello adquirir la libertad social y los lujos que el título extraoficial le daba.
Piezas idénticas, siendo joyas tan preciosas y especiales, aceptaron con gusto la compañía del otro, como debería ser, como todos esperaban, y ninguna mujer en funciones fuera de las de una princesa tenía el derecho a arruinar eso.
Esmeralda lo sabía perfectamente; lo había entendido bien la noche en qué su padre no volvió a casa y pronto todos supieron que había muerto en la tormenta, lo supo con seguridad el día en que, decidida, tomo el lugar que correspondía al varón del hogar mientras su madre no paraba de llorar desconsolada en brazos de su -igualmente llorosa- hermana menor. No dispuesta a perderlo todo y quedar a merced de segundos en su vida.
Esmeralda lo sabía perfectamente, las mujeres como ella dejaban de ser un buen material de esposa para convertirse en algo neutro entre mujer y hombre. Recibían el reconocimiento e incluso algo del respeto destinado a los varones, empero no eran invitadas a sus reuniones ni contaban con sus mismas libertades, además de ser vistas afines a las religiosas de los conventos, pues aunque nadie les prohibía realmente el contraer nupcias, era totalmente extraño que alguna de ellas —que de por sí eran muy pocas— logrará concretar un matrimonio dado que nadie las consideraba adecuadas para el papel.
Esmeralda disfrutaba de los beneficios y no podría decirse que estaba dispuesta a renunciar a ellos, pero con todo, anhelaba lo que no tenía: Ella deseaba un matrimonio.
En la superficie pero hundida de alguna manera en profundidades de las que se sabía incapaz de salir; así que sin ningún derecho mas que los que le otorgaba su corazón cautivó en zafiros, dió la media vuelta y abandonó la estancia mientras su hermana y el perfecto caballero se abrían pasó entre los espectadores y reavivaban el baile.
Y así, las cosas seguían el rumbo que debían seguir, y la mujer que no lo era volvía a su trabajo solitario en el despacho al tiempo que tomaba su aflijido corazón en un puño y lo hacía acallar.
¿Es qué acaso no podía entender que no era digno de tales sueños? ¿Tanto le costaba comprender, como su cerebro lo hacía, que solo podía elegir un caminó? Y ella ya lo había hecho: había elegido a su familia, anteponiendola a su propio anhelo, aunque su madre jamás hubiera mostrado ser capaz de hacer lo mismo por ella alguna vez; aunque eso implicará que su hermana fuera desposada por el hombre al que ella amaba, y que esté mismo no fuera capaz de notarla jamás.
Ya se lo haría entender.
Y en tanto ella se centraba en eso, no podía haber comprendido el malestar que su ausencia habría dejado a un caballero en el salón de baile, ni mucho menos habría siquiera imaginado la pesadumbre que ocasionó en el espléndido príncipe de ojos azules cuando notó la retirada de la joven de bonitos ojos verdes y abundantes pestañas que había despertado su interés desde el primer momento, mientras él se encaminaba a la pista de baile.
Posterior al concluir su primer baile por compromiso, había deseado encontrar una manera de acercarse a ella, mas pareciera que ella no deseará que eso pasará.
El tiempo pasó con ambos príncipes frecuentando aquí y allá en eventos en los que coincidían, o encontrándose por las calles de la ciudad, haciendo fluir con rapidez las habladurías de los vecinos hasta que, como todos habían pensado, llegó el día en que el príncipe dorado se presentará a pedir la mano de la dulce princesa, de modo que a nadie sorprendió la vista de su carruaje a las afueras de la propiedad de la familia de aquella doncella. A nadie sorprendió, pero a Esmeralda le dolía aunque se molestará en disfrazarlo.
Él se presentó ante ella y con firmeza presentó sus intenciones:
—Dulce dama, he luchado por largos días, pero no he podido contenerme más. Luego de verle con encantó cada que la oportunidad me lo ha concedido, me he armado de valor y me presentó decidido ante usted para pedir su mano en matrimonio.