La Profecía De La Llegada - Libro 1 de la Saga De Lug

PRIMERA PARTE: El Alumno - CAPÍTULO 1

           Los golpes en la puerta de mi cuarto me trajeron a la realidad de repente. Aspiré aire a través de los dientes y sentí que el corazón se me aceleraba. Sin perder un segundo, escondí el libro prohibido bajo el colchón de mi cama. Los golpes se volvían más insistentes. Corrí a la puerta y la abrí de manera súbita. Era el hermano Iván. Tenía aquel acostumbrado rictus amargo e inquisidor. Sonreí con la mayor inocencia que pude. El hermano me miró de arriba a abajo. Supongo que en su mente, intentaba descubrir lo que me mantenía tan ocupado, encerrado en mi habitación. Su vista se detuvo por un momento en el cierre de mi pantalón, pero al no ver nada fuera de lugar, volvió sus ojos a los míos.

            —El hermano Sebastián quiere verte ahora mismo. Te está esperando en su oficina— anunció con voz desapasionada.

            Asentí con la cabeza. Atravesé la puerta de mi habitación hacia el pasillo, cerrándola cuidadosamente tras de mí, y me encaminé con paso rápido hacia la oficina. Pensé que el hermano Iván iba a seguirme, pero se quedó un momento interminable ante la puerta cerrada de mi habitación, pensando. Se me hizo un nudo en el estómago, pero si miraba hacia atrás, iba a resultar más sospechoso, así que seguí caminando. Al doblar a la derecha por el pasillo que llevaba a la galería externa, tuve la oportunidad de echar una mirada rápida hacia el hermano Iván. Vi cómo por un momento, posaba la mano en el picaporte de la puerta, suavemente, cavilando. El nudo de mi estómago subió a mi garganta. Por un instante me faltó el aire. La mano se levantó del picaporte, y el hermano echó a andar por el pasillo en la dirección contraria a la mía. El corazón me volvió a latir y recordé respirar.

            Crucé la galería externa que rodeaba la capilla. Walter estaba cortando el césped y me levantó la mano desde lejos. Le devolví el saludo con una sonrisa. El olor de la hierba cortada me distrajo un momento de mi principal preocupación: ¿por qué querría verme el hermano Sebastián a esta hora? Tal vez si me hubiera ido a buscar uno de los otros hermanos, me habría atrevido a preguntar por el motivo de este extraño llamado, pero Iván era uno de los celadores más severos y me trataba como si fuese indigno de cualquier respuesta. Mi pregunta solo habría sido respondida con una mirada de desdén.

            Mientras trataba de controlar mi respiración y tranquilizarme, mi mente recorría a toda velocidad todos los eventos de los días anteriores, tratando de encontrar algún error, alguna transgresión que pudiera ameritar un llamado personal a la oficina del hermano a cargo de todo el complejo. No se me ocurría nada. Ningún motivo. Bueno, tal vez me mandaba a llamar para decirme algo bueno... que había logrado buenas calificaciones en las clases, que había trabajado bien en los jardines... ¿A quién quería engañar? El hermano Sebastián nunca me llamaría para felicitarme o decirme algo positivo. En veinte años nunca lo había hecho y no iba a empezar hoy.

            ¿Habrían descubierto mis libros? Un escalofrío me recorrió la espalda ante el pensamiento de tal posibilidad. No, no podía ser. Había sido cuidadoso. Muy cuidadoso. Lo que me asustaba más no era el castigo, aunque perder los pocos privilegios que había logrado con tanto esfuerzo a lo largo de los años no era una preocupación menor. Pero lo que más me dolía era perder mis libros. En veinte años de vivir internado con los hermanos del Divino Orden, mi vida no había sido más que un constante recordatorio por parte de los hermanos de mi condición de donnadie, de insignificante deshecho de la sociedad que vivía solo por la gracia de los hermanos y de su amor a todas las criaturas de dios, aún las más insignificantes como yo. Mi existencia era fruto del pecado, y como tal, estaba condenada a la eterna culpa. Culpa que no comprendía, pero que era mi deber expiar por el resto de mi vida, sirviendo a los hermanos, siendo su esclavo. Veinte años... y todavía no había atisbo alguno de la posibilidad de redención. La salvación era para otros, pero no para alguien como yo. Alguien abandonado, tirado a la basura porque no tenía valor. Y por veinte años lo había creído. Realmente había creído que no merecía nada en la vida, que no tenía derecho a nada, que todo lo que tenía era por la bondad de otros, no por mi esfuerzo, no por mi trabajo.

            Vivía en una nube de culpa y sumisión incondicional a los hermanos, mis supuestos protectores, hasta aquel día, hace casi un año, en que recibí el primer libro prohibido. Enseguida supe que era prohibido: por la forma en que llegó hasta mí y luego, por su contenido. Por aquel tiempo, después de haber trabajado por un breve período en la cocina, los hermanos consideraron que mi vida era demasiado fácil y me enviaron a trabajar con Walter, el jardinero. Más que un castigo, para mí fue una bendición, porque aquel hombre, que de lejos parecía hosco e intratable, me acogió como a un hijo y me introdujo en otro mundo. Un mundo que alababa la perfección de un dios que hasta ahora solo había visto como castigador. Un mundo donde cada criatura, vegetal y animal vivía en paz con su entorno y me llevaba a pensar que tal vez, tal vez, yo podía llegar a ser una criatura tan simple y feliz como una paloma alimentando a sus pichones, o como una ardilla persiguiendo una bellota barranca abajo. En los vastos campos y bosques que rodeaban el complejo del internado, Walter me presentó por primera vez las maravillas de la creación, las maravillas de un mundo sin pecado, donde la brisa que agitaba las hojas de los árboles no susurraba amenazas de tortura eterna, sino la recompensa infinita del hecho simple de respirar aire. Un aire puro, no contaminado con palabras de amenaza de fuego eterno.




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