Pasaron tres meses desde el segundo libro. Ya tenía cinco en mi poder. No sé cuántas veces los había leído. Algunos pasajes los sabía ya de memoria, pero me deleitaba leerlos una y otra vez. La angustia que provocó el primer libro se fue diluyendo con los siguientes, y fue dejando lugar a una serenidad y confianza nuevas en mí. La perturbación y el conflicto de la primera lectura fueron convirtiéndose en una serie de nuevas convicciones, a medida que iba descubriendo verdades que siempre habían estado ocultas para mí. Y junto con todo aquello, comenzó a despertarse en mí un deseo que, al principio, había sido una esperanza apenas atisbada. Un deseo que fue creciendo, y que se volvía cada vez más fuerte. Un deseo que poco a poco se transformó en una necesidad. Necesidad que se volvió imperiosa y casi insoportable. La necesidad de salir de aquel lugar, de abandonar a los hermanos para siempre, para poder ser libre y buscar mi propio destino en el mundo.
Los hermanos nunca sospecharon los cambios internos que me sacudían hasta la última fibra. Nunca les di ocasión de descubrir nada. Realizaba mis tareas como siempre. Rezaba mis plegarias como siempre, aunque me costaba cada vez más repetir como sinceras las palabras que ya no lo eran más. Supongo que me invadió un poco la arrogancia al ver que los hermanos no sospechaban nada, y eso me volvió un poco descuidado. Los libros que todo el tiempo habían estado escondidos en el bosque, terminaron en escondites en mi habitación. Necesitaba tenerlos cerca para poder leerlos en todo momento. Las lecturas que antes hacía bajo los árboles, en lugares donde los hermanos nunca se aventuraban, tenían lugar ahora mientras estaba tendido cómodamente en la cama de mi propia habitación. Sí, lo más seguro era que mis estúpidos descuidos me llevarían ahora a mi perdición. Alguien debió verme con los libros. Alguien debió descubrirme y me había denunciado al hermano Sebastián. ¿Por qué otra razón, si no, me mandaba a llamar a su oficina a esa hora?
Con el corazón a punto de explotarme dentro del pecho, llegué a la puerta de la oficina del hermano Sebastián. Sentí un mareo, y los oídos comenzaron a zumbarme. Creí que iba a desmayarme allí mismo. Apoyé la mano en el dintel de la puerta y respiré hondo tratando de calmarme. Después de inhalar y exhalar varias veces, tomé coraje y golpeé la puerta débilmente. En mi interior, deseaba que el hermano Sebastián no escuchara los golpes. Tal vez si no abriera la puerta, yo podría volver a mi habitación con la excusa de haber ido hasta su oficina, sin ser atendido por nadie allí. Tal vez… La puerta se abrió bruscamente, sacándome de mis pensamientos de fuga. El corazón se me detuvo por un momento, los labios me temblaban, y la voz no podía encontrar su camino a través de las cuerdas vocales. Solo me mantuve allí, petrificado ante la mirada negra y fría del hermano Sebastián. Y luego ocurrió algo de lo más inesperado. Algo que nunca había ocurrido, nunca en veinte años: el hermano Sebastián me sonrió.
—Pasa, hijo. Te estábamos esperando— dijo.
El hermano Sebastián se hizo a un lado de la puerta, y pude advertir la presencia de una mujer en su oficina. Por qué había una mujer en su oficina, esperándome junto al hermano Sebastián, escapaba totalmente a mi comprensión. Tenía el pelo lacio, rubio y largo, pasando los hombros. Vestía una camisa blanca con un chaleco negro y una falda también negra. Su figura alta y esbelta allí parada se asemejaba a la visión de un ángel. Por un momento, me miró a los ojos con una sonrisa. Aunque la sonrisa parecía sincera, noté que entrelazaba los dedos de sus manos con fuerza y respiraba hondo. Por un instante, tuve la percepción de que ella estaba más nerviosa que yo. Apenas pudo sostener la mirada en mis ojos por unos segundos, y luego los desvió hacia el hermano Sebastián.
Expiré el aire largamente contenido en mis pulmones y entré a la oficina. Las piernas me temblaban, pero el miedo abrumador que sentía se vio disminuido, aunque apenas, por la curiosidad. La presencia de una mujer en el complejo era de lo más irregular. La presencia de una mujer en el complejo con el propósito de verme a mí, estaba fuera de todo lo que yo creía posible en este mundo.
El hermano Sebastián cerró la puerta detrás de mí y se dirigió a su escritorio, arrellanándose en su sillón. Del otro lado de escritorio, había dos sillas más pequeñas. La mujer se acomodó en una de ellas, y el hermano me señaló la otra, invitándome a tomar asiento. Titubeé: el hermano Sebastián nunca me había hecho sentar en su oficina. Algo muy extraño estaba ocurriendo. Los ojos del hermano clavados en los míos, y su mano aún extendida en invitación me hicieron tragar saliva, y me apresuré a sentarme. Su mirada se movió hacia la mujer y anunció:
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Editado: 24.03.2018