Aquella dirección parecía imposible. Nadie del área conocía el apellido Strabons ni podían indicarme hacia dónde ir. Tal vez Gabriel hubiera podido orientarme, pero su clase terminaba a las seis, y Strabons me había dicho que no llegara tarde. Suspiré, si seguía perdido, llegaría tarde de todas formas. Miré hacia atrás y pude ver el enorme obelisco de metal. Estaba emplazado en la calle principal de la ciudad y se veía casi desde cualquier punto. Gabriel me había dicho que lo habían terminado el año pasado y que lo llamaban: Monumento a la Libertad. Los estudiantes le habían puesto el apodo de “La Gran Jeringa”. La municipalidad decía que era el obelisco de acero más alto del continente y que atraía muchos turistas. A la gente de la ciudad le parecía ridículo, y pensaban que el dinero se hubiese podido gastar más coherentemente. Para mí solo era un punto de referencia para poder volver al campus sin perderme. Volví la vista al papel con la dirección, suspiré y seguí caminando hacia el sur de la Jeringa.
Mientras seguía andando, ya sin rumbo, una idea se fue formando en mi cabeza: tal vez pudiera convencer a Strabons de no abandonar la cátedra. Tal vez si le explicaba lo importante que era para mí, lo valioso de sus enseñanzas. Cualquiera sea que fuera su problema personal, tal vez pudiera disuadirlo... Necesitaba más tiempo. Necesitaba convencerlo. Pero, ¿cómo? ¿Qué podría yo decirle que lo hiciera cambiar de idea? ¿Qué podía ofrecerle?
Miré otra vez el papel con la dirección. Suspiré nuevamente. Cuando levanté la vista, me sobresalté al ver a un hombre de unos cincuenta años frente a mí. Vestía un simple pantalón marrón y una camisa amarillo pálido. Era prácticamente calvo, y el poco cabello que tenía en los costados de la cabeza estaba encanecido. Sus ojos azules me miraban fijamente.
—¿Perdido?— me dijo con una sonrisa paternal.
—Eh… la verdad, sí— balbuceé —¿De casualidad conoce dónde queda esta dirección?— le pregunté, mostrándole el papel.
Él miró apenas el papel y asintió.
—Mi nombre es Humberto— dijo el extraño, extendiendo su mano. La tomé y la estreché—. El lugar que buscas está muy cerca.
El hombre me tomó suavemente del hombro y me empujó, girándome hacia la izquierda. Con la otra mano señaló:
—Trescientos metros hacia allá, y luego debes doblar a la derecha unos cien metros.
—Gracias— dije, sonriendo.
El hombre, sin soltarme el hombro, me miró fijamente a los ojos por un momento, como buscando algo.
—Buena suerte— dijo al fin, soltándome.
Entre sorprendido y confundido, asentí las gracias nuevamente. El hombre sonrió, dio media vuelta, y se alejó en la dirección contraria a la que me había indicado.
Aunque el comportamiento del hombre había sido un tanto extraño, la información que me había dado era correcta. Me encontré frente a una modesta casita blanca. No parecía la casa de alguien que tiene más dinero del que se puede contar. Toqué un timbre ronco, y la puerta no tardó en abrirse, apareciendo detrás de ella, mi profesor. Me observó muy serio, respiró hondo y murmuró:
—Pasa.
Noté que la mano que sujetaba el picaporte lo hacía con tal fuerza que los nudillos se veían blancos. Strabons tenía el cuerpo tenso y los dientes apretados.
Entré y caminé lentamente por la sala.
Strabons cerró la puerta y mantuvo la vista en el piso un momento, como ordenando sus pensamientos. Algo no estaba bien.
—Si llegué en mal momento…— comencé.
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Editado: 24.03.2018