El lugar donde me encontraba ahora no era un lugar, era solo oscuridad, oscuridad de no saber, oscuridad de no estar, de no entender, de no ver, de no oír, de no pensar... Sentí inmensas ganas de llorar, y no pude...
—¿Se siente bien?
La voz sonó extraña, suave, penetrante.
—¿Se siente bien?— insistió.
—¿Por qué no pruebas en otra lengua? Parece ser un extranjero— expresó otra voz chillona.
—Por supuesto que lo es. ¿Acaso has visto a alguien que se vista de esta forma tan extraña entre los nuestros?— contestó el otro.
Había tanta oscuridad que no podía verlos, me esforzaba, pero no conseguía nada. Solo escuchaba sus voces, y aunque lo intentara, no podía responderles, ningún músculo me obedecía. Estaba allí, inmóvil, sin poder hacer nada, indefenso.
—¿Bueno?— comenzó de nuevo el de la voz chillona—. ¿Vas a quedarte todo el día aquí preguntándole si se siente bien?
—No seas impaciente Al, creo que intenta contestarme, pero no puede...
—Pero tiene los ojos abiertos.
—Eso no tiene nada que ver.
Sentí que poco a poco iba recobrándome: un intenso calor me invadió, y la negrura que antes reinara comenzó a ceder. Empecé a ver unos nubarrones grises, y luego pude distinguir unas formas que ondulaban cerca de mí.
En un momento más, los pude ver claramente: eran dos viejecitos calvos y muy pequeños. Tenían rostros amables y sonrisas infantiles. Uno de ellos tenía una barbita de chivo que no encajaba con su carita, el otro parecía ser un poco más severo.
—¿Se siente bien?— dijo el del rostro severo con su penetrante y solemne voz. Esta vez pude contestar con dificultad:
—Sí.
Mi voz sobresaltó a los dos viejitos que se echaron para atrás un poco y luego volvieron a su postura anterior lentamente. Todos sus movimientos eran extremadamente lentos, parsimoniosos, solemnes, tranquilos...
—Hola— volvió a hablar el del rostro severo—, soy Gwyddion y éste es Algericock— dijo, señalando al de la barba.
—Soy Miguel. ¿Dónde estoy?— pregunté, frotándome un poco la cabeza para aclararme las ideas.
—En Kalaab— dijo Gwyddion.
—Así es, bienvenido a Kalaab— agregó Algericock.
Me incorporé a medias y miré en derredor. Estaba en medio de un bosque. La luz del sol entraba de costado en franjas entrecortadas entre altos arces que competían por la luz, alzándose majestuosos. Había una luminosidad tibia y verdosa que lo envolvía todo. Donde la luz llegaba hasta el suelo, crecían algunos escasos arbustos. Pude ver que algunos de los arbustos eran espinosos y estaban coronados por rosas azules.
—¿Saben ustedes algo del Círculo?
Ambos se miraron.
—Es el nombre del mundo— dijo Algericock.
Los dos hombrecillos me ayudaron a ponerme de pie. A unos metros, había un ancho sendero cubierto con hojas secas y restos vegetales.
—Debes estar cansado y hambriento— dijo Algericock—. Ven a nuestra casa con nosotros. Ahí podrás descansar y comer.
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Editado: 24.03.2018