La Profecía De La Llegada - Libro 1 de la Saga De Lug

SEGUNDA PARTE: El Marcado - CAPÍTULO 26

Mientras Dana limpiaba y guardaba los utensilios de cocina que habíamos usado en el almuerzo, yo fui hasta el arroyo a llenar los odres con agua. Cuando volví, ella ya había apagado el fuego y casi había terminado de empacar. Fue hasta el fondo de la habitación y corrió unas ramas del suelo, buscando algo. Regresó con un arco corto y un carcaj con flechas. Yo terminé de doblar las mantas y las puse en las mochilas.

            —¿Cómo se llama el lugar donde está tu padre?

            —El clan de mi padre vive en Tu Danacum. Es un poblado al norte de los montes Noínu.

            —¿Está muy lejos?

            —A mí me tomó un par de semanas llegar hasta Cryma desde allá, pero sin caballos, es posible que demoremos bastante más.

            —¿Y dónde podemos conseguir caballos?

            —En Cryma no hay nada, pero tal vez tengamos suerte en Polaros. Es un poblado que está al norte del bosque de los Sueños, del otro lado de las sierras de Rijovik. Pero debemos atravesar el bosque de los Sueños casi completo hacia el oeste antes de poder tomar hacia el norte.

            —¿Por qué?

            —Debemos encontrar el Paso Blanco, es el lugar más conveniente para cruzar las sierras.

            Asentí, colgándome la mochila de los hombros y cruzando el odre delante de mi pecho. El movimiento hizo estallar el dolor de mi costado derecho. Hice una mueca de dolor.

            —Tardarán bastante en sanar— explicó ella. Se acercó a mí y tironeó mi camisa hasta sacarla del pantalón. La levantó para ver mi torso y frunció el ceño.

            —La faja se aflojó— dijo, quitándome la mochila de la espalda—, déjame ajustarla.

            Levanté los brazos, y ella reacomodó la faja.

            —¿Mejor?

            Asentí, arreglándome la camisa y volviéndome a colgar la mochila.

            Dana salió de la cúpula y observó la posición del sol. Todavía estaba alto en el cielo. Emprendió la marcha hacia el oeste, mirando de reojo hacia atrás para asegurarse de que la seguía. Observándola caminar, cualquiera podía darse cuenta de que no era una mujer común. Había algo regio en su andar. Sus cabellos brillaban con el sol, y una suave brisa los movía respetuosamente, como si hasta el viento supiera que aquella criatura era como algo sagrado que no debía ser dañado ni molestado.

            No había senderos por donde íbamos, y a veces, era difícil ver la posición del sol por la cantidad de árboles que crecían apretados en el bosque, pero esto no parecía causar dificultad alguna a Dana. Caminaba segura, sin titubear, sin detenerse siquiera a considerar si íbamos por el camino correcto. Después de unas horas, comencé a notar que los árboles crecían más espaciados y había mayor cantidad de claros donde abundaban los arbustos.

            Hubo un movimiento de hojas en un arbusto a nuestra derecha. Dana se detuvo de golpe, petrificada. Yo me detuve detrás de ella, expectante. Me llamó la atención que Dana no había sacado su puñal de la bota. Muy lentamente, se sacó la mochila de la espalda, se dio vuelta y me la alcanzó para que se la sostuviera. Clavó la vista nuevamente en el arbusto. Se descolgó el arco del hombro y se ajustó una muñequera de cuero en el brazo izquierdo que sacó de entre las flechas del carcaj.

            —¿Qué sucede?— pregunté en un murmullo apenas audible.

            —Cena— respondió ella sin quitar la vista del arbusto.

            Estiró la mano derecha hacia atrás y tomó una flecha, enganchándola en la cuerda del arco. Estiró la cuerda y esperó. No se le movía un solo músculo.




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