Temprano en la tarde, reiniciamos la marcha. Ninguno de los dos había estado de humor para almorzar, así que no comimos nada.
A nuestra derecha, se comenzaron a divisar unas colinas verdosas. Parecían cubiertas con mantos de terciopelo verde de distintos tonos. Las nubes bajas ocultaban los picos. Las miré, embelesado.
—Las sierras de Rijovik— explicó ella, al ver dónde se dirigía mi mirada—. En realidad son...
—Shshshsh— la corté, posando suavemente mi mano en sus labios para que no siguiera.
—¿Escuchaste eso?— susurré a su oído.
—No, ¿qué fue?— murmuró ella.
—Un gemido, un lamento me pareció, pero no era un sonido humano.
Y volvió a escucharse, débil en la lejanía. Esta vez, fue un poco más prolongado.
—¡Por el gran Círculo! ¡No es posible!— exclamó Dana.
—¿Qué es?
—Creo que...
De pronto, un inmenso bramido sacudió los árboles con vehemencia. Sentí cómo el bosque, tan tranquilo y apacible unos segundos antes, se transformaba radicalmente. Emanaba de él un gran terror, un sentimiento penetrante de odio y miedo embargaba a los árboles, la hierba; los pequeños animales huían despavoridos de un algo invisible.
Había como un retumbar grave, apenas perceptible al principio. Y un sentimiento sombrío me invadía. Dana permanecía en silencio, su corazón latía agitado. Golpes sordos como pasos rápidos de un algo gigantesco se acercaban inexorablemente.
—¡Al suelo!— gritó Dana de pronto.
—¡Qué es!
—¡Maldita sea!— gruñó ella, tironeándome hacia abajo.
En un momento más, pude percibir los patrones de aquel algo: despedía una gran furia descontrolada y un odio sin límites hacia todo lo viviente.
Ya temblaba el suelo junto a nosotros, evidenciando la cercanía de la criatura.
De repente se detuvo, expectante, atisbando entre los árboles, como si estuviera cerca de su presa.
Dana y yo permanecíamos echados boca abajo en la hojarasca, conteniendo la respiración.
La criatura seguía allí, moviéndose ahora con sigilo. Levanté un poco la cabeza y la vi: tenía el aspecto de un gran oso del tamaño de un mamut prehistórico. Largos pelos de color gris oscuro le colgaban de todo el cuerpo. Tenía una cabeza ovalada y enorme de la que sobresalía un horrible hocico que enseñaba unos temibles colmillos. No tenía bigotes pero ostentaba tres fosas nasales de cinco centímetros de diámetro que se movían, deformándose y tratando de captar hasta los olores más tenues. Solo tenía un ojo en el medio de la frente que miraba con su negro iris y su aun más negra pupila. Parecía una criatura salida del mismísimo infierno. Sentí que la mano de Dana me empujaba la cabeza hacia abajo.
—Nos ha olfateado— murmuró.
—¿Qué es?— pregunté por tercera vez.
—Un voro. Comen la carne fresca de cualquier animal, pero prefieren la carne humana. El gemido que oímos debió ser su víctima.
—¿Sugieres que abandonó a su víctima y vino tras nosotros?
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Editado: 24.03.2018