Dana iba en busca de una leyenda, pensé, ¿o es que los unicornios eran reales en el Círculo?
Dana caminaba despacio y con cuidado, tratando de no hacerse notar.
—Son muy asustadizos— explicó. Me encogí de hombros: no sabía mucho de unicornios.
—No hagas ruido— ordenó ella—, creo que ya estamos cerca.
Me parecía imposible no hacer ruido con toda aquella hojarasca que cubría el suelo y que era indefectible pisar. Pero Dana tenía razón: podía percibir patrones de un ser mortalmente asustado, aunque no podía ver a la criatura dueña de aquellos patrones. El bosque era espeso en aquel lugar y un tanto oscuro. De pronto, vi que los verdes se aclaraban, como si hubiera un lugar escondido del cual emanara una tenue luz azulada y mágica. Dana se detuvo un momento detrás de un grueso tronco y me indicó que hiciera lo mismo con uno que estaba a la derecha. Luego, muy, muy lentamente, se asomó entre las hojas, y me pareció que su pelo también se bañaba con aquella extraña luminosidad. Su piel blanca resplandecía, y sus rasgos mostraban una claridad de espíritu infinita: nunca se había parecido tanto a un ángel celestial. Se puso de puntillas y fisgó un momento más entre la espesura, y luego, muy despacio, como si el encanto estuviera en detener el tiempo, se dio vuelta hacia mí con una sonrisa serena que embellecía su rostro aun más. Me hizo una seña con su mano para que me quedara allí y entreabrió las ramas, dirigiéndose a la fuente de luz. Cuando lo hizo, pude yo también ver lo que ella había visto y comprendí por qué había tanta maravilla en su rostro. Como antes había sentido el terrible odio de aquella terrorífica criatura, podía percibir ahora un sentimiento completamente opuesto. La sola visión de aquello me extasiaba con los sentimientos más puros y virtuosos. Había en aquel paraje de luz, un magnífico ejemplar, un animal sin igual, era un caballo blanco con la crin tan larga como el propio cabello de Dana, y tan rubio como el dorado trigo. Entre sus ojos de un oscuro azul, emergía un cuerno torneado de un color blanquecino que se tornaba celeste con aquella luminosidad que lo rodeaba. Junto a él, había otro de su misma especie, pero no se alzaba erguido sobre sus delicadas patas, sino que yacía gimiente sobre la blanda hierba. Dana avanzó lentamente por el claro mientras yo me quedaba oculto. El unicornio que estaba de pie se puso en estado de alerta por un momento, pero dejó que Dana se acercara. Dana se inclinó sobre el unicornio herido, le acarició el cuello, y el animal suspiró suavemente, como resignado a su suerte.
—Acércate, Lug— me dijo Dana, al verme espiando entre las ramas.
Luego susurró al oído del unicornio:
—Es Lug, el Undrab. No debes temer.
La pobre criatura le lamió dulcemente la mano como respuesta.
Me acerqué completamente fascinado y me agaché junto a Dana.
—¿Podrás hacer algo por él?— dijo ella con una mirada suplicante.
—Una criatura tan noble necesita vivir— repliqué—, pero no soy veterinario, no tengo idea alguna de cómo ayudarlo.
—¿Qué me dices de lo que pasó en aquel galpón donde Gin me tenía secuestrada? ¿Qué me dices de la total restauración de mi piel quemada?
—Ni siquiera sé cómo lo hice, no creo que pueda volver a lograrlo— expliqué.
—¡Inténtalo, Lug, por favor!
—Lo siento— respondí, impotente.
El unicornio lanzó un débil lamento, coronando mis palabras.
—Por favor— volvió a pedir Dana.
—No te prometo nada— dije—, ni siquiera tengo idea de cómo...— refunfuñé.
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Editado: 24.03.2018