Medionemeton, la morada de las mitríades, era algo que sin duda yo no esperaba, es más, después de haber vivido aventuras en tan diferentes lugares hubiera podido imaginarme que se podía esperar cualquier cosa en cualquier momento y en cualquier lugar. ¡Pero no aquello!
La entrada estaba señalizada por un arco blanco que brillaba con las últimas luces naturales del atardecer. Luego le seguía un camino empedrado de unos trescientos metros, con canteros al medio, adornados con mis rosas favoritas y con varias clases de lo que a mí me parecieron ligustros. Todo parecía encajar perfectamente con las frondas del delicado bosque que nos rodeaba, como si aquel claro no fuera algo inesperado, sino un adorno completamente natural, una flor silvestre del bosque.
Llegando al final, podía verse una majestuosa fuente donde una cascada natural de agua caía con un perpetuo sonido tranquilizante. Pero eso no era lo más grandioso, lo más increíble era que aquello era como una ciudad de un cuento de hadas, con palacios y castillos de los más diversos estilos. Me detuve boquiabierto ante la imponente belleza del edificio más rico jamás visto que se apreciaba en el costado izquierdo de la plaza principal. El estilo de la construcción me recordaba a construcciones árabes de mi mundo. Tenía tres espectaculares cúpulas aovadas que terminaban en la característica punta ahusada. Aquellas inmensas superficies casi circulares estaban recubiertas en parte por brillante plata y en una parte menor por un material más gris que jugaba diseñando ondas con perfecta armonía. En cada esquina, emergía una torre almenada de pequeños ladrillos rojos y arabescos blancos. A su vez, brotando del corazón de las torres, se extendía una fina columna blanca y cuadrada, rematada en una punta de aguja que buscaba tocar el cielo. Más abajo, diez columnas ocres y blancas formaban la galería: cinco a diestra y cinco a siniestra de la fastuosa entrada principal, formada por un rectángulo que ostentaba a los lados hermosas guardas en celeste y azul. Hacia el centro del rectángulo, había un arco blanco tallado delicadamente que guardaba en su interior una figura en bajo relieve que representaba una vista nocturna con una estrella a la izquierda de una luna en cuarto menguante en la parte superior, blancas las dos con un fondo azul oscuro. A través de los arcos podían apreciarse claramente las ventanas con dinteles y detalles de madera enrejada.
Yo no parecía ser el único que veía por primera vez tanta belleza, pues vi en mis otros compañeros de viaje una mirada de asombro y una actitud de éxtasis. Hasta el duro rostro de Calpar pareció mostrar al fin alguna expresión.
—Esto es maravilloso— dije.
—Esto es un ejemplo del Círculo antes de la catástrofe, ¿Entiendes ahora de lo que hablaba en el campo de las lireis?— preguntó Dana.
—Sí— dije soñadoramente, enamorado de la luz que jugaba en las hojas de los árboles, enamorado de la vida, de la paz, de la armonía, de la belleza.
Llegando a la plaza, desmontamos. Noté que la ciudad estaba rodeada por unos árboles como nunca había visto. La corteza de los altísimos troncos era de un rojo brillante, y las hojas, que tenían la forma de corazones, reflejaban la luz, dando un tinte rojizo y cálido al lugar.
Los unicornios, dejados a su libre albedrío, fueron a tomar agua a la fuente.
A nuestro encuentro salió Merianis, que, aleteando con gracia, llegó hasta el centro de la plaza y posó sus delicados pies en la vereda. La seguía una escolta de unas veinte mitríades más que se posaron detrás de ella en una formación triangular.
—Sed bienvenidos a nuestra morada— nos saludó Merianis.
Respondimos con una profunda reverencia a aquellas magníficas criaturas, y fuimos conducidos por aquella ciudad de ensueño, como viajeros profanos, invadiendo el paraíso.
Calpar organizó a los soldados kildarianos para que se instalaran en el bosque. Los distribuyó en círculos concéntricos, montando guardia alrededor de la morada de las mitríades. Aquel lugar de paz y serenidad fue perturbado con el ir y venir de mil soldados abocados a distintas tareas.
A pesar de que los lujosos castillos y palacios de las mitríades habrían podido ofrecer excelente asilo a los viajeros del Concilio, Nuada había preferido montar tiendas en el bosque. Hacia allí nos condujeron para descansar hasta bien entrada la noche, tiempo en el que se realizaría el banquete.
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Editado: 24.03.2018