Agotados, sin fuerzas y completamente empapados, llegamos a la costa. Me tiré en la arena, boca arriba, jadeando, tratando de recuperarme. Reacomodé la espada que se me estaba clavando en el costado y me saqué la capa plateada. A pesar de haber estado inmersa en el agua, no estaba pesada: era como si el material del que estaba hecha repeliera el agua de alguna forma. Althem estaba tirado a mi lado, apartando sus cabellos mojados de su rostro. Verles estaba de rodillas, sentado sobre sus talones, descorazonado, observando cómo ardía el barco. Una sombra negra se alzó sobre mí, tapando el débil sol del atardecer que se hundía en el horizonte. Era Calpar.
—¿Los sientes?— me preguntó con urgencia.
—Se han ido— lo tranquilicé. Ante mi respuesta, Calpar también se dejó caer sobre la arena para descansar.
Dana. Me incorporé de pronto buscándola con la mirada. Suspiré aliviado cuando vi que Anhidra la estaba ayudando a sentarse en la arena, apoyándole la espalda contra una roca. Gateé hasta ella.
—¿Estás bien?
Ella asintió, exhausta, aunque su rostro no podía ocultar el dolor.
—El pie me duele como si me lo hubieran amputado— dijo jadeando.
Le miré el pie. Era una masa hinchada y sanguinolenta. Sin perder tiempo, Anhidra sacó un cuenco de una de las mochilas que había logrado rescatar de la bodega y lo llenó con agua del río. Me lo alcanzó junto con un pañuelo, y comencé a limpiarle la herida. Dana apretaba los puños, tratando de soportar el dolor que le causaban mis cuidados. Calpar se acercó y comenzó a revolver los contenidos de la otra mochila.
—Usa esto— me dijo, alcanzándome un frasco con un ungüento que Zenir le había proporcionado junto con otras medicinas. Me enjuagué las manos con sangre y metí dos dedos en el frasco. Esparcí el preparado sobre la herida con suavidad y la envolví con una venda. Eso pareció ayudar: noté que Dana ya no apretaba los dientes para evitar gritar.
—¿Mejor?— le pregunté. Ella asintió levemente con la cabeza, los cabellos largos y mojados pegados sobre su rostro.
—No siento la pierna— murmuró asustada. Levanté la vista hacia Calpar.
—¿Es por el ungüento?— le pregunté.
—No—respondió él, preocupado—, es por el veneno. Si sigue subiendo, le paralizará el corazón.
Dana me agarró de la muñeca, aterrorizada.
—Lug...— sonó su voz plañidera.
—Tranquila— traté de calmarla—. Déjame intentar algo.
Ella asintió sin soltarme la muñeca. Paseé la mirada entre Calpar y Anhidra.
—Ayúdenme a acostarla— les dije, mientras desprendía suavemente la mano de Dana de mi brazo. La tomaron de los hombros y la bajaron suavemente hasta apoyar su cabeza en la arena, mientras yo me pasaba el tahalí por la cabeza y me desenganchaba las correas de la espada, apoyándola a un lado en la arena.
—¿Qué pasa?— se acercó Althem desde atrás. Calpar se paró y lo detuvo con una mano en el pecho.
—Dana fue herida por una de las serpientes. Dejemos trabajar a Lug— le dijo, empujándolo hacia atrás. Los dos se alejaron hasta donde estaba Verles. Anhidra se quedó al lado de Dana, acariciándole el cabello. Yo le tomé la mano y ella me la apretó con fuerza. Puse mi otra mano sobre la rodilla de la pierna herida y cerré los ojos, tratando de concentrarme. De inmediato, comencé a sentir la sangre circulando furiosa por la pierna, transportando inadvertidamente el mortal veneno hacia todo el cuerpo. El corazón le latía desbocado.
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Editado: 24.03.2018