Los ojos serenos de Lorina se clavaron en los míos. Su mirada me penetró hasta el alma. Estuvo así un rato, mirándome sin siquiera pestañear mientras el resto permanecía en absoluto silencio, expectante. Por fin, cerró los ojos y respiró profundamente.
—No encuentro oscuridad en él— dijo, volviéndose hacia Tarma.
Respiré aliviado. Por fin terminaría todo aquello.
—¿Estás segura?
—Sí— confirmó la mitríade.
—¿Estás absolutamente segura? ¿No hay ninguna forma en que Hermes pudiera engañarte? ¿Ocultar su oscuridad?
—No, a menos que tuviera un Anguinen.
—¿Qué es un Anguinen?— preguntó Eltsen.
—Es una Perla— respondió Lorina—. Protege al Antiguo que la usa, lo vuelve invulnerable a las habilidades de otros. Si usara una de esas Perlas, podría engañarme hasta a mí.
Me dio un vuelco el corazón.
—Revísenlo— ordenó Tarma a su gente.
Una de las guerreras de los Tuatha de Danann comenzó a palparme a través de la ropa. No tardó en encontrar el anillo con la Perla en el bolsillo de mi pantalón. Ahora sí que estaba perdido. Ninguna explicación mía la convencería. Había considerado morir a manos de Ailill o a manos de Hermes, tal vez hasta a manos de Bress o de Murna, pero nunca había imaginado que mi muerte llegaría de las manos de Tarma. Nunca había considerado cómo el odio y el miedo pueden cegar tanto a una persona como para que no pueda reconocer a sus amigos. Extrañaba a Dana: ella hubiera creído en mí. Aún cuando no me amara, ella siempre había creído en mí. Su recuerdo y el entendimiento de que no volvería a verla nunca más me llenaron los ojos de lágrimas.
Me pareció como si todo ocurriera en cámara lenta. La mano de la guerrera enterrada en mi pantalón. Su mano en alto, sosteniendo el anillo hacia Tarma. Tarma, con mirada asesina, sacando un puñal de su cinto y avanzando hacia mí.
Temblando, sentí la fría hoja del puñal apoyada en mi cuello.
—Dame una sola razón para que no te corte el cuello ahora mismo— me murmuró con los dientes apretados. Su rostro estaba tan cerca del mío que podía sentir su respiración tibia.
En mis últimos segundos de vida, solo atiné a decir la verdad, a intentar explicar... Aunque sabía que ella no me iba a creer.
—Anhidra encontró la Perla en Yarcon. Calpar dijo que no era buena idea dejarla allí. Nuestros enemigos podrían encontrarla. Dijo que yo era el más indicado para transportarla— gemí.
—No es suficiente— dijo ella, y apretó la hoja contra mi cuello.
Cerré los ojos esperando el corte, esperando la muerte. No podía morir, no así. Tenía que hacer algo, tenía que intentarlo. Me concentré y comencé a visualizar los patrones entremezclados. Aún antes de que pudiera desentrelazarlos, aún antes de que pudiera conectarme con la individualidad, sentí que la hoja se apartaba de mi cuello. Esperé un momento más. Nada. Lentamente, abrí los ojos.
Tarma estaba arrodillada frente a mí. El puñal había caído de su mano. Tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida. Pero no era posible... ni siquiera había logrado hacer contacto... nunca llegué a entrar en su mente... nunca...
—Llévenla a mi tienda— ordenó Eltsen—. Pónganla en mi cama, que esté cómoda. Lorina, ve con ellos, asegúrate de darle lo que necesite.
—Desde luego— dijo Lorina, y partió volando detrás de los guerreros que se llevaron a Tarma.
Aún temblando, apenas me atreví a preguntar:
—¿Qué pasó?
Pensé que Eltsen iba a terminar lo que Tarma había comenzado. Pensé que iba a matarme él mismo. A sus ojos sería servir a la justicia: matar al supuesto asesino de su padre. Pero Eltsen no dio un solo paso hacia mí. Pensé entonces que iba a interrogarme, a cuestionarme, a culparme por el estado de Tarma. Pensé que iba a gritarme, a amenazarme...
Eltsen solo me miró con frialdad:
—¿Qué pasó? Pasó que ahora sí llegó la hora de la verdad.
Pestañeé varias veces sin comprender. Eltsen se volvió hacia los guardias:
—Vigílenlo bien hasta que volvamos— les dijo, y se fue por el sendero tras los demás.
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Editado: 24.03.2018