La Profecía De La Llegada - Libro 1 de la Saga De Lug

CUARTA PARTE: El Separado - CAPÍTULO 114

Escuchaba una voz lejana, pero no comprendía lo que decía. Alguien me tenía la cabeza agarrada del cabello. Pestañeé varias veces, tratando de enfocar a la persona que estaba frente a mí, pero no pude distinguirla. No entendía por qué me era tan difícil respirar. Tenía todos los músculos y nervios de cuerpo tensos, retorcidos. Y el dolor... no quería sufrir más... por favor, no más...

En medio del delirio, me visitó un rostro dulce. No estaba seguro de si era un recuerdo o una visión. Era el rostro de una mujer: sus ojos azules me miraban con tristeza, sus cabellos rubios caían en cascadas, pasando sus hombros.

—Sé fuerte, solo debes creer en ti mismo, puedes hacerlo— dijo el rostro.

¿Hacer qué? No podía moverme, tenía el cuerpo agarrotado por el dolor que tensionaba todo mi cuerpo.

De pronto lo comprendí. Tenía que aflojar la tensión. Si lograba aflojar la tensión, el dolor cedería. Cerré los ojos. En medio del mar de agonía, traté de concentrarme, de calmarme. Traté de relajar los músculos, calmar los nervios, pero cada vez que lograba aflojarlos, algo los volvía a tensar, aumentando el sufrimiento. Debía relajarme más, lograr estar en paz.

Recordé la conexión con Nuada. Recordé la sensación de bienestar mientras nadaba sin trabas por su mente. Recordé aquel lago luminoso, lleno de paz, que había reflejado mis propios patrones. Lo invoqué en mi mente. Me vi a mí mismo, sereno, tranquilo, feliz. El dolor comenzó a ceder. Pero había algo que regresaba mis músculos a la tensión, al dolor. Caminé flotando por encima de aquel lago y vi los rayos. Caían hacia mí, me penetraban, me lastimaban. Trataba de esquivarlos pero era imposible, eran demasiados. Busqué su origen. Los patrones de alguien comenzaron a flotar ante mí. Patrones llenos de odio y perversidad. Me invadió una sensación de repulsión. Algo me decía que no debía entrar allí, que no debía internarme por esos patrones de oscuridad. Pero tenía que detener los rayos que me azotaban sin piedad.

Me arrodillé a la orilla del lago, me encogí, me hice pequeño, tratando de protegerme de los rayos, pero seguían penetrándome, implacables. Si pudiera esconderme, refugiarme... Levanté la vista hacia el lago. Toqué el agua tibia con la punta de los dedos. Sonreí. Me puse de pie y comencé a sumergirme lentamente en el lago. Cuando el agua me llegó a la cintura, sentí que el dolor abandonaba mis piernas. Seguí sumergiéndome. Cuando quedé totalmente bajo el agua, el dolor desapareció por completo. Floté, deslizándome bajo el agua, sereno, tranquilo. Al mirar hacia arriba pude ver los rayos disparados hacia mí, pero ya no podían tocarme, no mientras estuviera protegido bajo el agua. Los rayos rebotaban en la superficie del lago que actuaba como un espejo, reflejándolos, reenviándolos hacia su punto de origen.

Poco a poco, recordé dónde estaba y con quién. Recordé por qué estaba allí... abrí los ojos...

Frente a mí, Ailill se revolvía a los gritos en el piso, presa de un horrendo tormento. Me puse de pie. Observé desde arriba cómo se convulsionaba por el dolor. Con gran esfuerzo, tomó aire, y mirándome hacia arriba gimió:

—Déjame.

—No soy yo— le dije con el rostro tranquilo, impasible—. Eres tú mismo.

—Déjame— volvió a gemir él.

Caminé hacia la mesa y recogí el anillo, poniéndolo en el bolsillo de mi pantalón.

—Todo lo que tienes que hacer es dejar de atacarme y el dolor cesará— le dije sin mirarlo.

Caminé hacia la jaula y destrabé la puerta.

—¡Maldito! ¡No vas a hacerme esto! No me importa si Bress te quiere vivo— gimió él, enfurecido. Levantó una mano temblorosa, apuntando con su dedo a mi corazón.

Me volví, mirándolo sin emoción. Se llevó una mano al pecho, desesperado. Levantó la vista sorprendido hacia mí. En el último segundo, sus ojos brillaron con el entendimiento, pero ya era tarde. Colapsó, quedando inerte sobre la alfombra, muerto. Había retorcido su propio corazón hasta matarse, pensando que iba a matarme a mí. 

Tomé a Cariea entre mis brazos y la acosté con cuidado en la mullida cama de Ailill.

—Todo está bien— le murmuré—. Voy a curarte.

—No se puede curar un ala quebrada— murmuró ella entre lágrimas.

—Tranquila, todo va a estar bien— le dije, tomando su pequeña mano.




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