—Dije que no— le respondí con un nudo en la garganta—. No voy a hacerlo.
—Por favor— me suplicó Cariea con voz plañidera, echada en una manta sobre el suelo.
Habíamos marchado por tres días hacia el norte, y la salud de Cariea había desmejorado notablemente. El dolor era tan intenso, que por momentos, la dejaba inconsciente. Delina la había acompañado todo el tiempo, confortándola lo mejor que había podido. Habíamos parado a descansar en medio del desierto y Cariea se las había arreglado para alejar a Delina de su lado con algún pedido, para poder hablar a solas conmigo.
—Esto solo va a empeorar— gimió Cariea—. Mi muerte es inevitable. Solo os pido que me ahorréis el tormento final de esta agonía que ya no puedo soportar.
—Por favor, debes aguantar, solo un poco más, no te des por vencida. Solo déjame llevarte hasta Zenir.
—No se puede curar un ala quebrada, Lug. Nadie puede.
—Zenir podrá, estoy seguro.
Ella negó con la cabeza.
—Aún si pudiera... Escuchasteis el relato de Delina. Lo más probable es que Zenir esté muerto.
—No voy a creer eso hasta no tener pruebas— dije tercamente—. Y mientras tanto, seguirás viva.
—Os lo pedí a vos porque pensé que seríais el único que comprendería. Somos compañeros en el dolor.
—Lo siento, Cariea, no puedo quitarte la vida.
—Señor...— nos interrumpió Morrigan que venía casi corriendo.
—¿Qué sucede?— me volví hacia él.
—Será mejor que venga y vea esto.
—Capitán— le dije al oído para que Cariea no escuchara—, necesito que ponga un guardia que esté con Cariea en todo momento.
—Enviaré a alguien para que la atienda, señor.
—No es para que la atienda, es para que vigile que no se quite la vida.
Morrigan asintió e hizo seña a uno de sus hombres que patrullaba los alrededores. El soldado se acercó, y Morrigan le dio las instrucciones. Solo cuando vi que el soldado asentía y se quedaba parado al lado de Cariea con los ojos clavados en ella, me alejé con Morrigan. Después de avanzar unos pasos, me volví hacia ella. Vi cómo se secaba las lágrimas de sus mejillas delicadas y blanquecinas. Levantó sus ojos hacia mí. En su mirada no había ira, solo tristeza y decepción. Se me partió el corazón. Sentí como si la hubiera traicionado. Me estaba comportando como Ailill, haciéndola sufrir y negándole la muerte. Pero no podía matarla, no si había la más leve posibilidad de salvarla. Me prometí que si Zenir estaba muerto, consideraría su pedido. Pero no antes.
—¿Qué es lo que han descubierto, capitán?
—Envié dos exploradores para que se adelantaran en busca de fuentes de agua y comida. Uno de ellos descubrió un sitio que encaja con la descripción de Delina.
Ante tal anuncio, apuré el paso.
Cruzamos hormigueando por entre los soldados. Algunos hacían guardia, pero la mayoría descansaban sentados en el árido y resquebrajado suelo, con mantas en la cabeza para protegerse del fuerte sol del desierto. Era temprano en la mañana, pero el calor ya era suficiente para empapar de sudor nuestras ropas. En aquella zona ya no había árboles ni arbustos de ningún tipo que pudieran proveer alguna refrescante sombra. Solo la tierra resquebrajada y seca se extendía hasta el infinito con estéril desolación. Al vernos pasar, los soldados inclinaban la cabeza a modo de respetuoso saludo. Algunos aprovechaban para afilar sus espadas o limpiar sus armaduras de cuero, pero la mayoría solo estaban echados descansando, agobiados por el intenso calor.
—Solo nos quedan un par de días de agua— me dijo Morrigan al oído—. Después de eso...
Asentí. No había reproche en la voz de Morrigan. Había tenido cuidado de no mostrar lo molesto que estaba por mi decisión de internarnos en el desierto para evitar Estia, pero su mirada lo decía todo.
—Luego veremos ese tema— dije—. Ahora, lo importante es ver qué es exactamente lo que su hombre descubrió.
Morrigan siguió caminando sin contestar. La verdad es que no había nada que “ver” con respecto a ese tema. Si el agua se acababa, sería el fin. Miré el cielo límpido y claro coronado por un sol sofocante e implacable, y deseé que mi habilidad incluyera hacer llover.
Encontramos al explorador descansando, exhausto, con la espalda apoyada sobre una roca. Tenía el rostro y los brazos rojos, quemados por el sol. Al vernos, se puso de pie de inmediato y saludó, estoico.
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Editado: 24.03.2018