La Profecía De La Llegada - Libro 1 de la Saga De Lug

QUINTA PARTE: El Hijo - CAPÍTULO 124

A la mañana siguiente, salí a caminar por la costa. Ante mí, inmenso, sobrecogedor, rugiente, oscuro, amenazador y bello: el mar Irl se extendía desde las grandes rocas al pie de una inmensa torre de piedra hasta el infinito. Las rompientes olas formaban movedizas líneas blancas de espuma que serpenteaban como gusanos hacia la costa chocando con gran estruendo contra las rocas. Junto con las olas llegaba una brisa fresca llenando mis pulmones con un olor húmedo y salado.

Hacia la derecha vi los barcos. Eran cerca de cincuenta, de variadas formas y tamaños. Los había de hasta sesenta metros de largo, con velas cuadradas y cascos finos y alargados con capacidad para setecientos hombres, y otros eran tan pequeños que solo llevaban una tripulación de no más de veinte hombres. Algunos tenían una sola vela triangular, otros tenían sistemas complejos de velas, manejadas por mecanismos incomprensibles para mí. Todos tenían huecos redondos a lo largo de los costados por donde salían los remos que eran utilizados para hacer avanzar las naves en caso de falta de viento.

            Numerosos lanchones de madera iban llegando a la costa desde los barcos anclados, trayendo grandes cajas con peces. Todos estaban ocupados. Mientras algunos descargaban la pesca, llevándola al campamento de Zenir, otros empujaban las barcas vacías nuevamente hacia el mar, remando hacia los barcos en busca de más cargamento. Una densa bandada de gaviotas pululaba por la costa a la espera de una oportunidad de robar algo del pescado.

Cada barco era un mundo en sí mismo. Un mundo donde la palabra del capitán era la única verdad y ley. Los pescadores de Hariak eran gente independiente que seguían sus instintos, migrando de un lugar a otro en busca de mejores áreas de pesca. El mar era lo suficientemente vasto como para que no se molestaran entre ellos ni compitieran demasiado. Cada barco manejaba sus propias reglas. Lo único que los unía era su profesión y la figura del Príncipe de Hariak, autoridad a la que recurrían si aparecía alguna disputa entre barcos. Todos conocían y respetaban las decisiones de Verles.

            Al ver todas aquellas naves, me alegré de haber propuesto que la invasión fuera solo un simulacro. Aquellos barcos, si bien estaban dispuestos a unirse a la batalla por voluntad propia, no poseían armamento alguno y no sabían cómo trabajar en grupo. Aquello no era una flota, era una colección de barcos independientes, cada uno dedicado a lo suyo. No tenían idea de cómo trabajar coordinados. Y yo no tenía idea de cómo organizar y guiar una flota de guerra.

            Mientras observaba el ir y venir de los marineros, vi que uno dejó lo que estaba haciendo y se encaminó con paso rápido hacia donde yo estaba. Parecía un hombre de edad demasiado avanzada para trabajar en un barco, pero su andar era rápido y jovial. Vestía una túnica verde ceñida con un cinturón de cuero que sostenía dos vainas, una a cada costado de la cintura, conteniendo sendos cuchillos. Su rostro lampiño estaba enmarcado por cabellos negros largos y enrulados, enmarañados por la brisa marina.

            —Soy el capitán Grammor, señor— se presentó con una inclinación de cabeza—. Es un honor conocer por fin a Lug. ¿Trae órdenes para nosotros, señor?

            —No, capitán Grammor, todavía no. Solo manténganse alertas ante la posible amenaza de Fastitocalon— le respondí.

            —No me preocupa la bestia, señor.

            —¿Por qué no?

            —No soy tan miedoso como el resto de esos pescadores haraganes, señor.

            —Tal vez no sea miedo, Grammor, tal vez sea prudencia.

            Grammor se encogió de hombros.

            —Aquel es mi barco— dijo, señalando una pequeña embarcación solitaria a la izquierda de las demás—.  El Victoria es pequeño, pero es más rápido que esos grandes mastodontes. Puedo llevarlo a la isla en la mitad de tiempo.

            —No vamos a cruzar, por ahora— dije.

            Grammor se volvió a encoger de hombros.

            —El Victoria está a sus órdenes por si cambia de parecer, señor.




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