La Profecía De La Llegada - Libro 1 de la Saga De Lug

QUINTA PARTE: El Hijo - CAPÍTULO 125

Me calcé el tahalí y ajusté la vaina con la espada, luego me puse la capa plateada y me ajusté el cinturón con mi nombre. Mientras preparaba mi mochila apresuradamente, Zenir me hablaba, tratando de convencerme de que lo tomara con calma, de que lo pensara mejor. Yo apenas lo escuchaba.

            —Debo irme— dije, colgándome la mochila de un hombro. Tomé a Zenir por los hombros y lo abracé brevemente—. Gracias por todo, Zenir. Despídeme de los demás.

            —Lug...— intentó detenerme, agarrándome de la capa.

            Tomé su mano y la desprendí suavemente.

            —No tengo tiempo— dije, y salí de la tienda casi corriendo.         

Mientras corría hacia la costa, mi corazón era una batalla de sentimientos encontrados. Por un lado estaba eufórico ante el descubrimiento de que ella me amaba, realmente me amaba, y por el otro, la mención del abismo solo podía significar que mi amor por ella me llevaría a la muerte. No importaba. Si lograba salvarla, nada importaba.

Al llegar a la playa, vi a Samer dando instrucciones a un grupo de marinos.

—Capitán Samer— lo llamé.

—Señor Lug, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Necesito cruzar a la isla. Necesito un barco, ya— le lancé sin preámbulos.

—Organizaré la flota para la invasión, señor.

—No. No. No vamos a invadir. Solo quiero un barco, uno solo. Necesito cruzar.

Samer frunció el ceño sin comprender.

—Capitán, ¿puede proporcionarme un barco, o no?— le pregunté con urgencia.

—Todos estos barcos están a su disposición, señor— dijo Samer, haciendo un gesto con el brazo que abarcó todas las naves—. Pero dudo que alguno quiera llevarlo en este momento.

—¿Qué?— le grité, casi fuera de mis cabales.

—Fastitocalon fue visto dos veces esta mañana en dirección noreste, señor. Nadie en su sano juicio se internará en el mar hacia el norte en este momento.

—Yo sé quién no temerá llevarme— le dije, enojado.

—¿Señor?

Di media vuelta y salí corriendo por la playa, dejando a Samer con el rostro perplejo. Si él no quería ayudarme, Grammor lo haría. Si Grammor no le temía a Fastitocalon, yo tampoco. Ni todas las bestias marinas del universo iban a detenerme. Tenía que llegar rápido a la isla, tenía que llegar a Dana.

Lo vi empujando una de las barcas de vuelta al mar y lo llamé a los gritos:

—¡Grammor! ¡Capitán Grammor!

Grammor se volvió al escuchar su nombre.

—¿Señor? ¿En qué puedo servirlo?— dijo.

—Capitán Grammor, ¿su ofrecimiento de llevarme a la isla sigue en pie?

—Por supuesto, soy un hombre de palabra, señor.

—¿Aún cuando Fastitocalon fue vista esta mañana en dirección a la isla?

—Ya le dije que no creo en esos cuentos para asustar niños que estos pescadores pusilánimes andan desparramando. Mi barco es rápido, Fastitocalon nunca podrá alcanzarnos.

—Entonces necesito que me lleve, ahora mismo.

Grammor torció la boca en una especie de sonrisa.

—Desde luego, señor.

El capitán paseó la mirada entre los marineros que llevaban las cajas con pescado, hasta que vio al que buscaba. Se le acercó y lo tomó de la camisa por el hombro.

—Deja eso, hay algo más importante que debes hacer.

El hombre dejó la caja que llevaba en el hombro sobre la arena. Grammor lo tironeó de la camisa, arrastrándolo hasta mí.

—Este es Gaspar— me lo presentó—. Es uno de mis hombres. Él se encargará de llevar sus cosas a bordo, señor. La barca volverá a la costa con el último cargamento en un par de horas. Buscaré a los demás remeros que bajaron a tierra, y partiremos ni bien venga la barca.

—Gracias, capitán Grammor.




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