Gaspar dio órdenes de guardar los remos e izar la vela. El viento había empezado a soplar desde el sur con una fuerza inusitada. Al estar liberada de los remos, la tripulación se dedicó a preparar el almuerzo a base de pescado. Yo decliné el amable ofrecimiento de los remeros, diciéndoles que no tenía mucho apetito y que prefería comer una de las manzanas que había traído en mi mochila. Loras también se negó a comer, su estómago todavía no se había aquietado del todo.
—Si el mar tuviera vida, juraría que no nos quiere aquí, no tiene sosiego, está enfurecido— comentó Loras a mi lado.
—Sin embargo piense en esto, Loras— le respondió Grammor desde atrás—, el mar se extiende allí, ingente, poderoso... pero el hombre está sobre el barco, por encima del mar, dominándolo con la mirada, el mar no puede llegar hasta él, no puede alcanzarlo.
Loras y yo no respondimos a su comentario. Aún sin ninguna experiencia en el mar, me parecía demasiado arrogante pensar que podíamos dominar el mar. Me parecía más bien que era el mar el que nos permitía surcarlo con indulgencia y que debíamos respetar sus dominios.
El mar furioso comenzó a sacudir el barco con más fuerza. Vi que Loras se sostenía el estómago con una mano, mientras se agarraba con alma y vida a la baranda con la otra. Cerró los ojos, el rostro pálido.
—¿Loras?— lo tomé del hombro.
—Creo que...
No pudo terminar la frase. Cayó de rodillas y comenzó a vomitar.
—Ven— le dije, tomándolo de la cintura para ayudarlo a pararse—. Te acompaño hasta el camarote. Será mejor que te recuestes.
Loras asintió levemente con la cabeza y aceptó que lo guiara hasta la cama de Grammor. Un marinero trajo un balde y lo puso junto a la cabecera, en caso de que tuviera que vomitar otra vez.
—Lo siento— articuló Loras con dificultad—, no soy un hombre de mar.
—No te preocupes, solo descansa— le dije.
Cuando me di vuelta, me sobresalté al ver a Grammor en el camarote. No lo había escuchado entrar. Había abierto la caja del catalejo que estaba sobre una mesa, y lo acariciaba pensativo.
—Nos quedan muchas horas de viaje todavía— dijo, poniendo otra vez el catalejo en su lugar—. ¿Por qué no me cuentas cómo mataste a Ailill? Estoy seguro de que fue una hazaña heroica... Me gustan las historias heroicas.
—No es heroico matar a alguien— dije, molesto—. Nadie tiene derechos sobre la vida de otros, ni sobre su muerte.
—Pero tú sí. Tú lo mataste— me dijo él con voz acusadora. La mirada oscura clavada en la mía.
—Yo no lo maté. Ailill murió por su propia mano.
—¿Por su propia mano? ¿Cómo? Me parece que es solo una excusa que te dices a tí mismo para limpiar tu conciencia.
—¿Quién eres Grammor? ¿Quién eres en realidad?
—¿Quién eres tú, Lug? ¿El Señor de la Luz o un asesino?
—Le di la oportunidad de cambiar, de redimirse, de liberar a sus prisioneros, pero su alma corrompida no pudo aceptar el perdón. Se burló de la oportunidad de abrazar la luz.
—Y entonces lo mataste.
—Lo intenté. Tenía todos los elementos para eliminarlo sin más, pero no pude.
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Editado: 24.03.2018