Agapios.
La diabla de mi esposa está jugando con fuego al pasearse por el frente de mi con un minivestido que a pensar logra cubrir sus hermosos glúteos.
—Agapios, hijo.
Me obligué a apartar mis ojos del cuerpo de mi mujer, para colocarlos en mi padre.
—¿Sí?
—¿Qué te sucede?
Papá entrecerró sus ojos.
—Te estoy observando, Agapios.
Me encogí de hombros, tratando de parecer que no importaba nada.
—Sé lo que quieres hacer.
Por un momento el temor de que él se enterara de toda la verdad de sobrecogió.
—Sé que estas planeado disolver la relación de Alessia con ese tipo.
Todo miedo, se disipó de mi mente tras escuchar esas palabras.
—¿Cómo te enteraste de mis planes?
—Solo tuve que atar un par de cabos, y listo.
Papá coloco una de sus manos en mi hombro.
—Espero que ese hombre no sea el indicado para ella, porque lo que menos quisiera en la vida es que alejen a mi princesa de casa.
—Te prometo que Alessia no se alejará de casa.
—Si vez que él es digno de ella prométeme que te apartarlas y la dejarás ser feliz. Porque no habrá mayor recompensa para mí, que ver feliz a mi hija.
—Él no es digno para ella, papá.
—Promételo, Agapios.
—Nunca prometeré algo así.
Posterior a esas palabras me coloqué sobre mis pies y empecé a caminar hacia la salida de la sala.
Pero antes de que pudiera alejarme de allí, escuché la voz de papá.
—¿Qué hombre considerarías es digno de ella?
—Uno que la amé con todo su corazón, un hombre que esté dispuesto a morir por ella.
—¿Tú eres ese hombre Agapios? ¿Eres tú el hombre que puede amar de forma profunda a mi hija?
Mi garganta se secó al instante.
No es momento de develar la verdad.
Primero tengo que sacar de mi vida a la intrusa que quiere ingresar a como dé lugar. Y encargarme del tal Antonio.
—No, no soy yo. -después de hacer esa confesión volví a retomar mi camino.
Bien hubiera podido confesarle la verdad a Alexander, y liberarme de una buena vez de todo lo que haré, pero para mí tranquilidad y la de mi esposa es mejor seguir con el plan.
Una vez fuera de la sala me encontré con la que faltaba.
—Muy agradable tu madre adoptiva, cariño.
—Ella es mi madre, Madison.
—Pensé que madre era quien te llevabas en el vientre, no una que te recogió.
Ven… por eso y por otras cosas más nunca pensé en tener anda con ella.
—Madre no es la que engendra, es quien cría. Quién te da los mejores momentos de tu vida, no quién te trajo al mundo para después lavarse las manos y dejarte solo.
La molestosa chica hizo una mueca.
Si hubiese sido hombre hace rato que hubiera resuelto a los golpes con ella.
—Bueno, piensa lo que quieras. —Madison se cruzó de brazos. —Solo te advierto que cuando tengamos a nuestros hijos, quiero que “madre” se mantenga al margen de ellos, no quiero que los toque o nada que impida el roce con ellos. Porque quién sabe si tiene alguna bacteria altamente contagiosa.
Entrecerré mis ojos, y cuando iba a darle donde más le duele, mi muñeca del mal se adelantó.
—Es mejor que te largues de aquí, antes de que te saqué yo misma de los pelos.
Observé a mi chica acercarse a donde nos encontramos, y fue inevitable que el deseo de poseerla no apareciera en mí.
Estoy seguro de que está celosa.
—¿Qué dijiste?
—Lárgate de mi casa. O me veré obligada a arrastrarte como la arrastrada que eres.
—Recuerda que si me da la gana puedo destruir tu maldita vida, muñeca descerebrada.
Oh, no.
Mi muñeca del mal sonrió.
Abra problemas.
Y estoy seguro de que le dará dónde más le duele.
—Por lo menos yo no tengo que presionar al hombre que quiero con destruirle la vida a su familia, solo por obtener un poco de atención de su parte. Deberías recoger la poca dignidad que te queda y largarte de una buena vez de nuestra vida.
—Él es mío.
Sí, como no.
La muñeca del mal de colocó al frente de mí.
—Si hubieses sido tuyo ya serías su esposa. Así que no digas que es tuyo porque él nunca lo será.
—¿Por qué estas tan segura de que no será mi esposo?
—Porque me da la gana decirlo.
Madison negó, para después dar un paso hacia mi esposa.