La profecía del amor.

Capítulo 11.

Ángel.

La supuesta sospecha de ser el hijo de ese conde se confirmó al ver la prueba de ADN, la cual arrojó un 99.9% de compatibilidad con mi supuesta hermana.

Ahora no tengo de otra que aceptar, ser llamado señor.

—¿Quién me apartó del lado de mis padres?

—Esa información se desconoce, señor.

—¿Algún enemigo de ellos?

—Sí. -el tono de voz se enfureció. —La madre de la princesa, su abuela.

Genial.

Ahora no solo soy hijo de un conde, sino que también tengo sangre real.

—Quiero toda la información que pueda reunir acerca de lo que está sucediendo en las tierras de Alexander Algart.

—Señor, esas tierras son suyas. Como hijo del conde debe asumir la tarea de llevarlas.

—Tengo entendido que tengo una hermana, ¿por qué ella no puede tomar posesión de las tierras?

—Señor, todavía en este siglo hay personas que no consideran a una mujer capaz de llevar unas tierras... y menos como las de su difunto padre.

Esas personas son unos cabezas de chorlito, con semillas de chía como neuronas.

—Vere lo que puedo hacer por esas tierras, pero no te esperances demasiado porque no estoy dispuesto a dejar de ser quien soy.

—Si no toma posición de ellas, el legado de su padre podría perderse, conde.

—¿Cómo me encontraste?

—Fue una búsqueda exhaustiva. Porque lo sacaron del condado, al llegar aquí, se lo entregaron a una vagabunda. -él hizo una mueca. —Después de que ella murió perdimos rastro de usted, hasta el día de ayer.

Esa vagabunda, me cuido con tanto esmero que hoy en día las lágrimas salen de mis ojos por si solas. Ella dio todo por mí, murió de hambre por darme de comer.

Unos toques en la puerta lograron que saliera de la bruma de mis pensamientos.

—Yo abro, señor.

—Solo Ángel, por favor.

—Como usted guste.

Asentí.

Él se acercó a la puerta y tras mirar por la rejilla, la abrió.

—Ángel, hijo.

Mamá se abrió paso y corrió hacia mí.

—Mi Ángel. ¿Te duele mucho?

Mamá empezó a examinar mi rostro.

—Mataré a Martín. Te juro que lo haré.

—Señor, ¿ellos son?

—Mis padres.

Papá se acercó a mí, y tras hacer contacto visual conmigo, negó.

—Sus padres. -repitió sin creerlo.

—Sí, señor. Soy Alexander Salvatierra y mi esposa es Alexandra Kemers.

—Alexander. -espetó incrédulos.

—¿Tiene algún problema cómo ello? Porque estoy listo para darle problemas a todo el que se atraviese en mi camino.

Por lo visto, Mamá nunca dejará de ser la que manda y también la que también está dispuesta a dar problemas.

—No buscó problemas, señora.

—Entonces, ¿qué desea?

—Soy el encargado de llevar al conde a su verdadero hogar.

Un silencio tenso envolvió el lugar y fue tanto que me toco intervenir antes de que el silencio se hiciera tormentoso.

—Soy hijo de Alexander Algart, un conde y Constance De Betford, una princesa.

—Hijo... -inquirió mi madre con la voz entrecortada.

—Ángel.

—Eso no cambia nada, no cambia que ustedes son mis padres.

El encargado de reclutarme se apartó de nosotros, pero no fue por gustos, sino porque iba a contestar una llamada.

—Antes que nada. He de decirle que es cierto. Soy ese niño que le robaron al conde y a su esposa, hace veinte y tantos de años.

—¿Te vas?

—No madre.

—Es tu responsabilidad, Ángel. Si ellos no desvelaron por encontrarte es porque te necesitan, Ángel.

—No, mi niño no se marchará lejos de mí.

Mamá se lanzó a mis brazos y me abrazó con fuerza.

—Alexandra, Ángel llegó a nuestra vida para ser un ángel. Pero es tiempo de que él sea un ángel para para otros.

—Alexander.

Papá negó.

—Si tienes que ir a tomar posesión de tu título, cuenta conmigo hijo. Ten en cuenta que tu padre estará para ti siempre.

Ante de que pudiera decir alguna palabra, la puerta fue abierta y me dejo ver a una chica, la cual veía alterada.

A simple vista se podía decir que ella y yo somo hermanos porque somos idénticos, tanto que parecemos mellizos.

—Ángel, te presento a Clere Algart De Betford, tu hermana.

Mamá se separó de mí y se colocó sobre sus pies.

Los ojos de la chica me escudriñaron.




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