La profecía del amor.

Capítulo 17.

Ángel.

—Conde Algart.

Hice una reverencia ante la reina.

—Su majestad.

—Te pareces tanto a él.

—Me lo dicen muy a menudo, majestad.

—La buenas nuevas que tienes para darme es que te vas a casar, ¿verdad?

—Sí, señora.

La reina negó.

—¿Por qué no me llamas abuela?

—No es momento, su majestad.

—¿Por qué?

—No la conozco.

Esas palabras causaron que los ojos de la reina se cesitalizaran.

—Me lo gane, este es mi pago por despreciar a mi hija a tal punto de despojarla de su título como dama de essex. Le hice la vida imposible y no conforme con eso no la ayude a buscarte cuando te secuestraron. No merezco tener tu afecto, hijo.

—Su majestad… -inquirió uno de sus guardias de confianza. —Si el conde la esta incomodando, solo dígalo.

—La que incomoda soy yo. Yo soy el problema. He dirigido este país por más de cincuenta años, he hecho grandes proezas por mi pueblo, pero nunca hice nada por mi familia. Fui una tirana con mi propia hija al despreciar el hombre que amaba con todo su corazón, le destruí la vida a mi Constance.

—Majestad, todavía está a tiempo de redimirse.

—¿Cómo puedo hacerlo si ella no esta en este mundo?

—Quizas ellos ya no esten con nosotros, pero aquí estamos Clere y yo.

Los ojos de la reina brillaron.

—¿Ella se llama Clere?

—Sí, y es una mujer más hermosa idéntica a usted.

—¿Se parece a mi?

Saque una foto de mi bolsillo y se la entregué. La reina coloco sus ojos en la fotografía.

—Mi Constance. Mi niña.

—Clere es su vivo retrato, majestad. Son como dos gotas de agua.

—¿Por qué no la trajiste, Ángel?

Esa pregunta desato la duda en mi, porque según lo que me cuenta Clere la reina la quiere casar con un pretencioso príncipe. Pero ahora que trato con ella puedo visualizar que ni siquiera conocía su apariencia.

—Majestad, no voy a negar que vine aquí para anunciar mi pronto compromiso y para sosegar un rumor.

—¿Cuál rumor?

—Usted tenía intenciones de tomar posesión del condado Algart. Como se mencionan en aquellas tierras.

—Nunca despojaria a mis nietos de sus raíces. Una vez lo hice y terminé perdiendo a mi hija.

—Si usted no alimentos ese rumor, ¿por qué llegó una misiva de desalojó de esas tierras?

La reina abrió sus ojos como platos.

—Quien haya tomado el nombre de la reina, para hacer tal bajeza. Que se prepare, porque su destino final será la horca.

El guardián personal de la reina tragó saliva.

—Hay algo más, majestad.

—¿Qué más han dicho en mi nombre, Ángel?

—¿Es cierto que siente deseo de obligar a Clere a contraer matrimonio con el príncipe Guillermo de Austria?

—Quiero la lengua del hablador que está poniendo como la malvada en esta historia. -la reina arrugó su entrecejo. —Desde este momento designare un total de veinte guardias para que encuentren a la rata que está sembrado cizaña entre el condado y la corona. ¡Quiero la lengua de ese hablador…! ¡Tráigamela…!

Ante tal abortó de parte de la reina, el salón se llenó de guardias, todos y cada uno de ellos esperando el mandato de la soberana.

Comprobé por mis propios medios que la reina no fue la causante de mi desaparición.

Ahora tengo que resolver el misterio que ha trascendido más de veinte años.

Mi rapto del lado de mis padres no puede quedar impune.

—Ángel…

—Señora.

—Veinticinco guardias te acompañarán al condado, quiero que hagan turno de día y de noche para proteger a la joyas de la corona. Si uno de ellos falla en su misión habrá traicionado a su reina, a su gente.

Esa disposición de la reina, me vino como anillo al dedo, porque deseo con todo mi corazón resolver el misterio que envuelve mi vida.

—Como usted ordene, majestad.

—Angel Algart De Betford, serás colocado en la línea de sucesión al trono. Deras el tercero en heredar el trono.

—Majestad.

—No me contradigas, Ángel.

—Entonces no hay nada más que agregar.

—Traeme al culpable, hijo. Porque le dare su merecido castigo, la furia de la reina caerá sobre él.

Asentí. Y posteriormente hice una reverencia.

—Como usted ordene, majestad.

(***)

El viaje de regreso al condado ha sido más cansado de lo que pensaba.




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