Recostado bajo un Manzano, se encontraba aquella extraña criatura. Ese pobre duende al que tanto aborrecían muchas de las hadas del reino de Naresefá. Por más que el pobre trataba de disimularlo, acto que hacía muy bien, el dolor en su interior no desaparecía. No solo batallaba con frecuentes humillaciones por parte de las diminutas mujercillas voladoras, a las cuales desde hace mucho hubiese aplastado entre las palmas de sus manos sino fuese por el amor que su señora la Fénix les tuvo, y no sólo a ellas sino también a cada criatura del reino. Pero su dolor era mayor a causa de la soledad que cargaba desde la partida de la Diosa, y desde ello habían transcurrido cinco largos años.
Panpéin se echó a la boca el último pedazo del fruto de Manzano para masticarlo con sus delgados, puntiagudos y filosos dientes. Echaba de menos aquellas tardes en las que solía sentarse bajo el mismo árbol con la Fénix, las maravillosas charlas que mantenían sobre cómo pasó el día, o cuando la mujer llegaba a consolarlo tras ser humillado por las hadas. Ella pedía respeto para el humilde duende de piel escamosa tornasol, incluso castigó a muchas mujercillas, pero la terquedad en ellas podía más que las órdenes de la reina, de todos modos, eran necias por naturaleza.
A unos cuantos metros, con sigilo miraba el León. El sufrimiento de Leozurth no era menos que el de Panpéin, ya que ambos fueron criados por la misma mujer. Aunque el actual rey de Naresefá en un principio no toleraba mucho al duende escamoso (ya que el escamoso pasó a ser el servidor principal de la Fénix, arrebatándole el puesto que él en algún momento ejerció, ese puesto que también tanto insinuaban las hadas ser indigno para un duende). Ahora todo era distinto. Desde la muerte de la Diosa y el nombramiento como rey al León, el par se había vuelto más cercano por el papel que ambos ejercían: Leozurth como soberano y Panpéin como su fiel servidor y consejero.
Acercándose lentamente a la criaturilla sin ser descubierto, el rey contempló como la piel escamosa y colorida de la criatura desprendía hermosos brillos con el reflejo de la luz sol. El sonido que producían las llamas ardientes en su melena no tardó en avisar de su presencia, haciendo que el duende se levantara del suelo para hacer una reverencia ante él.
—No, por favor no lo hagas. —comentó el León echándose bajo la sombra del manzano—. Ya hemos hablado mucho respecto a esto Panpéin. Me siento más cómodo si me tratas como un amigo y no como tu rey.
El duende dejó de hacer la reverencia. Llevó la mirada hacia la de su contrario mostrando una sonrisa de simpatía y gratitud, en la cual se notó la carencia de un incisivo en su dentadura inferior.
La noche en que el León fue coronado como rey, Panpéin creyó que ese sería su fin en el reino, pero conforme pasó el tiempo y, notó las buenas intenciones de Leozurth para con él, nació una pequeña amistad que poco a poco se fortaleció. Muchas hadas lo habían dejado de fastidiar y todo gracias a que los castigos del actual rey eran más severos que los de la antigua reina. Por supuesto, Leozurth se esforzaba en erradicar ese odio practicado por hadas hacia el duende mutilado, pero, aun así, había quienes hacían de las suyas. A pesar de todo y por más claro que el felino dejaba la realidad sobre su relación, (la cual no se trataba sólo de rey-servidor, sino también de una amistad pura y real) Panpéin por su testarudez no podía evitar seguir reverenciando ante él.
—Lo sé mi señor. —se apresuró a decir el duende frotándose la barba negra que le llegaba al pecho—. La costumbre la mantengo a pesar del tiempo. Pero no crea que es mi intención hacerlo sentir incómodo, es lo que menos quiero.
—Soy consciente de tu esfuerzo en ello. —comentó el rey mirando no muy lejos como un grupo de hadas se concentraba en ellos—. Estas criaturas, no se cansan de meterse en los asuntos que no le conciernen, ¿No es así, Panpéin?
Con timidez y sabiendo a qué grupo de criaturas se refería el León de melena llameante, el duende llevó la mirada hacia donde la mantenía el soberano. La vista fue desagradable al contemplar unas hadas, y sabiendo que estaba presente Destello, la líder de las hadas, quien se encargaba de meterle cizaña y patrañas sobre él a sus hermanas voladoras. No tuvo que responder, sus ojos hablaron por sí mismos dejando claro al León el malestar que la presencia de estas causaba en él.
Dejando a las demás mujercillas atrás, Destello voló acercándose al duende con intenciones de fastidiarlo. Se detuvo frente a él, revoloteando en el aire con sus alas en forma de hojas de papaya ardientes en fuego. Esta, poseía un tercer ojo, los tres alineados perfectamente de manera horizontal. En la parte trasera de su cabeza y en los costados de esta mantenía el cabello corto, mientras que en la parte superior una larga cola de caballo la cual poseía el doble de su tamaño. Y ella al igual que las demás, no llevaba prendas, pero un remolino de fuego danzaba alrededor de su cuerpo evitando dejar a la vista más de la cuenta.
—¿Se te ofrece algo? —inquirió el León al presentir la mala intención del hada.
Y cruzando los brazos al colocarse frente al majestuoso alegó la mujercilla furiosa sin vergüenza alguna:
—Claro mi respetado soberano, sólo espero que no sientas lastima por el fenómeno de orejas mutiladas.
—¡Suficiente! —rugió Leozurth furioso colocándose de pie. La potencia de su rugido fue tanta que logró hacer que el hada cayera al enverdecido césped—. Ya has colmado mi paciencia. ¿Quién te crees para hablarme de ese modo?
Al levantarse del suelo el hada se elevó de nuevo en vuelo, siendo incapaz de dirigirle la mirada al furioso León. Nunca la habían tratado de una forma tan humillante como esa, y la idea de que sucediera no le agradó, mucho menos sabiendo que todo fue por proteger al duende escamoso. Las demás hadas que observaban a la distancia no tardaron en acercarse a su hermana para verificar que se encontrara bien.