La caída en aquel pozo, que yo había creído era el final, fue en realidad un nuevo principio.
Lentamente, como si vinieran de un lugar muy lejano, comencé a escuchar voces apagadas y otros sonidos que no pude reconocer. Abrí los ojos. Estaba acostado boca arriba, y lo primero que vi fue un techo blanco. No había dolor. La superficie donde estaba acostado era blanda. Moví las manos y los pies: el cuerpo parecía responderme bien. Moví la cabeza hacia la derecha y pude ver que estaba en una habitación blanca, acostado sobre una cama blanca. A unos metros había otra cama. Un hombre de unos ochenta años me miraba desde ella.
—¿Dónde estoy?— le pregunté. Mi voz sonó extraña, pastosa.
—Estás en un hospital— me respondió el anciano.
—¿Hospital?— repetí, confuso.
El viejo asintió.
—Te encontraron tirado en un callejón. Has estado inconsciente por tres días. La policía vino y te tomó fotos y huellas digitales para identificarte.
Recorrí la habitación con la mirada. Supe de inmediato que ya no estaba en el Círculo. Con el corazón encogido de angustia, me levanté, apoyándome sobre un codo. Ahí fue donde me di cuenta de que tenía muchos cables conectados al pecho y una aguja clavada en el dorso de mi mano derecha que estaba conectada a una botella de suero, colgada a la derecha por sobre mi cabeza. A mi izquierda, vi los monitores de donde salían los cables que tenía conectados al pecho. Tironeé la aguja clavada en mi mano y vi cómo la sangre subía por el tubo flexible del suero. Despegué las cintas que sostenían la aguja en su lugar y volví a tirar, desprendiéndola del todo. Luego tiré de los cables, arrancándolos de mi pecho.
—No creo que sea bueno hacer eso— me advirtió el viejo del otro lado.
Sin prestarle la más mínima atención, me senté y comencé a bajar las piernas hacia un lado de la cama. Los aparatos a los que estaban conectados los cables que había arrancado se volvieron locos, haciendo sonar distintas alarmas y cambiando frenéticamente los números y los diagramas que mostraban los monitores. En segundos, dos hombres y dos mujeres con guardapolvos blancos entraron corriendo a la habitación.
—Te lo dije— murmuró el viejo.
Me rodearon tomándome de los brazos y me obligaron a acostarme nuevamente.
—¡Déjenme! ¡Debo volver!— les grité, forcejeando salvajemente. Entre los cuatro, me sostuvieron fuertemente de los brazos y las piernas, inmovilizándome.
—¡No tienen derecho a retenerme! ¡Debo volver!
—Tranquilo— dijo uno de los hombres—, estamos aquí para ayudarlo.
—¿Dónde está mi ropa? ¿Qué hicieron con mi espada?— les grité, mientras seguía forcejeando.
—Está alucinando— dijo una de las mujeres.
—¡Rápido con el sedante!— gritó hacia la puerta de la habitación el hombre que me había hablado. Gruñía con el esfuerzo de tratar de mantenerme acostado en la cama.
Una mujer entró corriendo con una bandeja plateada. El hombre sacó una jeringa de la fuente.
—Sosténganlo bien— les dijo a los otros. La mujer que había traído la bandeja se acercó a ayudar a sostener mi brazo, y el hombre me inyectó una substancia amarillo clara. Sentí que perdía fuerza en los brazos y en las piernas. Traté de seguir luchando para liberarme, pero la cabeza me daba vueltas y me costaba enfocar la vista. Escuchaba las voces cada vez más lejanas hasta que se apagaron y me invadió la oscuridad.