—Su habitación está lista— dijo Mercuccio, asomando la cabeza por la puerta de la cocina.
Levanté la cabeza del plato.
—Gracias— dije.
—Le puse unas toallas limpias en el baño.
—Definitivamente necesito un baño— dije—. Gracias.
—¿Cómo va todo?— le preguntó a Nora.
—Es más raro que los otros— le murmuró Nora al oído, pero su voz no fue lo suficientemente baja como para impedirme escucharla.
—¿Qué otros?— pregunté.
—Como le dije— comenzó Nora—, el doctor estuvo muchos años buscándolo. Muchos aparecieron a lo largo de los años, y el doctor fue timado varias veces. Todos estaban interesados en su herencia y le seguían el juego para congraciarse con él y sacarle su dinero. Pero el doctor no es un hombre estúpido y normalmente podía discernir que le estaban mintiendo al cabo de unos días.
—Excepto con el de la espada— intervino Mercuccio.
—Sí, ese fue un caso especial. Estuvo viviendo con nosotros por casi dos meses con la promesa de mostrarle al doctor cierta espada.
—¿Y qué pasó?
—Pasó que usó y chantajeó al doctor de todas las formas posibles. El doctor desembolsó grandes cantidades de dinero solo por el privilegio de poner sus manos sobre la famosa espada.
—¿Qué clase de espada era? ¿Por qué era tan importante?
—Aparentemente, le había pertenecido a cierto dios celta— dijo Mercuccio—. El doctor se la había descripto a ese truhán con lujo de detalles, y él le dijo que había visto esa espada y que por cierta suma de dinero podía conseguirla.
—¿Y Strabons le creyó?
—Desgraciadamente, sí. El maldito estafador era muy convincente. Nunca había visto al doctor tan feliz como en esos dos meses. Pensaba que al encontrar la espada, encontraría a la persona que estaba buscando, pues esa persona no podía estar muy lejos de la espada. Su euforia terminó abruptamente el día que llegó la espada. El doctor tardó segundos en darse cuenta de que era falsa. Echó al estafador a patadas de la casa. El maldito mentiroso todavía tuvo la desfachatez de decir que su propuesta de negocios había sido legítima porque él solo había prometido una espada que se ajustaba a la descripción de Strabons, no una espada que fuera legítima, así que no le devolvió el dinero.
—¿Qué fue de la espada?— pregunté.
—Bueno, Strabons pensó en echarla a la basura, pero luego pensó que como la había pagado tan cara, tal vez valdría la pena conservarla aunque más no fuera como recordatorio de que él era tan vulnerable a ser timado como cualquiera. Fue después de eso que diseñó las pruebas de autenticidad.
—¿Qué pruebas?
—Ofrecer la posibilidad de hacerse pasar por nietos de él a los que aparecían y darles la oportunidad de reclamar la herencia. Usted fue el primero en pasarla.
—¿En serio?
—Sí. Los otros siguieron jurando que eran nietos legítimos por un buen rato. Usted admitió casi enseguida que no lo era y no mostró interés alguno en la herencia.